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Columna
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Sonda

Marte. En casa, en la esquina de una de las estanterías, reposaba el volumen de astronomía de una enciclopedia juvenil que mi padre había adquirido en una oferta con media docena de bolsas de viaje, y para alcanzar la cual yo debía descorrer la mesa y auparme sobre un taburete con la tapicería deshilachada. Desde el sillón, yo recorría las ciclópeas fotos de la luna y la constelación del Cangrejo que acaparaban páginas enteras y trataba de desentrañar los misterios nebulosos de las atmósferas de Venus y Saturno. La enciclopedia era vieja; las primeras sondas enviadas por los americanos aún no habían pisado los terrarios de Marte, ni siquiera habían rotado alrededor de su ecuador, y yo debía conformarme con vagos retratos de una luz en el centro de un recuadro negro, o, mejor aún, con reconstrucciones artísticas de crepúsculos entre desiertos del color del azafrán. En contra de lo que se puede pensar, la ignorancia siempre resulta más fértil que el conocimiento: fue precisamente la escasez de datos lo que me permitió reconstruir cada detalle de aquel mundo remoto, imaginar sus cráteres y cordilleras, oír el intenso silencio rosado que erosionaba las dunas cada alba. A diferencia de la luna, ese páramo gris que ya habían ensuciado las botas de los astronautas, de la que poseíamos la prolija y detallada información suministrada por caminatas, sondeos y análisis, Marte era todavía un reino virgen, inviolado, envuelto en las brumas de la mitología, a salvo de la indiscreción de las cámaras y la curiosidad científica. Por tanto, parecía perfectamente posible que en su superficie crecieran aquellas civilizaciones vetustas y melancólicas de que hablaban las películas, que el hierro y el azufre mezclados en los vientos caldearan la sangre de sus habitantes, que desde aquellos distantes montes y penínsulas unos ojos ocultos nos observaran.

Por cuanto parece, el planeta se aproxima ahora a la órbita de la Tierra hasta un punto que no se había repetido en no sé cuántas decenas de años: es el momento de que diversas naciones con ansias universalistas envíen sus delegados al espacio, a conquistar nuevas sucursales. Entre ellos se encontrará el artefacto de la Agencia Europea del Espacio, cuya sonda Beagle II ha sido diseñada y construida, en parte, en esta Andalucía nuestra, exactamente en el Instituto de Astrofísica de Granada. Resulta enternecedor saber que un átomo de nosotros vuela tan alto en busca de las estrellas, que un trocito de las guitarras, el vino fino y los faralaes, amén de la gracia y el salero que tanto nos caracteriza, girará durante algunos meses en torno a esa enigmática esfera roja que ha alimentado tantos sueños. Quién sabe lo que nos aportará esta nueva intromisión en los asuntos de ahí arriba, esta mirada a través del ojo de la cerradura del vecino de al lado. Probablemente, contemplemos con desilusión las abstrusas imágenes de líneas de colores que presenten los espectrógrafos, sin llegar a comprenderlas. Nada de los imperios hastiados que vislumbró Bradbury, de aquellas ruinas de abolengo egipcio que decoraban los valles, de los canales por los que singlaban esquifes de junco al atardecer: no, la realidad nunca fue muy dada a retóricas.

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