_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

De nuevo el clarín de guerra

El señor Aznar convirtió las temidas elecciones del 25 de mayo en una gesta personal para lograr un plebiscito favorable a su política nacional e internacional. Pero supo, como siempre, vincular el culto a su persona a la estrategia mantenida desde que la oposición de izquierda tiene un líder cada vez más carismático y con una imagen humana que es el reverso de la suya, y desde el momento en que los sucesivos y graves errores de su Gobierno movilizaron a media España con Zapatero a su cabeza. Dicha estrategia, a su vez, es la que responde a la mentalidad y a la formación del actual presidente del Gobierno: combatir de frente y sin concesiones al adversario como enemigo radical que, si se opone a sus decisiones, es un agente de todo mal que pueda ocurrirle al país. El plebiscito era entre el bien que él encarna (España va bien, España soy yo) y el mal que es la versión española del eje maligno mundial contra el que él lucha como san Jorge con el dragón. Contra la figura satanizada de su rival, Aznar lanzó su clarinazo de guerra para que los suyos cerraran filas y se enfrentaran a la "anti-España" de la subversión comunista, el nacionalismo vasco y catalán, la inseguridad ciudadana y la miseria de los pensionistas. Tras sembrar el terror en sus discursos del miedo mentando los demonios familiares que ya Franco mentaba cada vez que su poder era levemente impugnado, Aznar esperaba movilizar a una población que él sabe aún esclava de una larga historia de reacciones viscerales y belicosas y, junto a ello, de un conformismo obligado y servil como el del antiguo grito "¡vivan las caenas!". Pero el plebiscito ha sido que más de 100.000 españoles prefirieron a Zapatero y no a él, y de paso ha demostrado que el eje del mal patrio (socialistas, comunistas y nacionalistas ) supera en casi dos millones de votos al PP. De paso también, el cinturón rojo de Madrid aprieta la cintura pinturera y gallarda de la Villa y Corte, y en Euskadi fracasa otra vez la batalla emprendida con todos los medios.

Hay que derrotar para siempre a quienes explotan el bajo nivel político y excitan los viejos demonios

Ahora bien, ante la resistencia del PP, que, a juicio de muchos, no ha sido castigado como se merecía, algunos se preguntan de qué han servido las movilizaciones populares de este año ante los desastres de Aznar y de su equipo. La respuesta se halla en esos millones de ciudadanos que han votado a favor de la alternativa. Lograr más votos en esta ocasión particular supondría una racionalidad política que por desgracia ningún gobierno en este cuarto de siglo ha fomentado. Los medios de comunicación decidieron que las elecciones del domingo serían unas "primarias", pero sólo han sido un ensayo general de la batalla entre dos Españas que Aznar promueve para acabar de una vez con el poder de la que se le opone. A él y a los suyos les sienta bien la guerra. Las manifestaciones aquellas eran pacíficas y por la paz, pero él forzó su imagen radical, provocó los ataques violentos al PP, acusó a Zapatero y Llamazares de provocarlos y logró el cierre de filas al grito de "¡el alcázar no se rinde!".

¿Habremos caído en una trampa provocadora los de la España "del mazo y de la idea" al habernos opuesto radicalmente a la destrucción interna de nuestra frágil democracia y a nuestro alineamiento con el imperialismo agresivo? ¿Debíamos haber callado y sometido a la recuperación del poder autocrático por parte de la derecha eterna de este país para no brindarle la ocasión de reforzarse en las urnas? Antoni Puigverd escribía, el pasado 27 de mayo, en este diario que hemos entrado en una fase política de radicalidad ideológica y estratégica que está acabando con la moderación centrista de partidos y votantes. Tiene razón y es lógico que así sea porque el "centrismo" de la izquierda era tan equívoco como falso es el de la derecha. Los señores de derechas y el pueblo de izquierdas han visto llegada la hora de la confrontación en serio. Los primeros tienen la ventaja de que hay todavía mucho pueblo sin formación ideológica que prefiere indemnizaciones materiales inmediatas a derrocar al amo. El caso gallego ha sido paradigmático. ¿Cómo librar la batalla democrática contra los señores de la guerra sin el concurso de unas masas concienciadas y combativas? Ése es el problema de fondo y no se resuelve en un año. Pero no puede admitirse la decepción y el abandono por parte de la vanguardia pensante y activa, actitud muy típica de las minorías ilustradas de nuestra tierra. Al clarinazo de guerra que volverá a convocar al miedo y al odio dentro de un año escaso hay que oponer desde ahora mismo la voluntad de promover y educar el voto futuro de cuantos conciudadanos se pueda para así derrotar pacíficamente y por largo tiempo, es decir, para siempre, a quienes siguen explotando el bajo nivel político de muchas personas y excitando los viejos demonios del sector más reaccionario de nuestra sociedad.

En esta tarea, los partidos de la izquierda tienen una especial responsabilidad. Deben asumir un papel más firme y, a la vez, más transparente, despreocupándose de las cuotas de su poder y formando un frente lo más unido posible que sea movilizador de conciencias y dador de respuestas concretas e inmediatas a las necesidades populares desde los nuevos consistorios progresistas. Recuérdese que, en Francia, el susto Le Pen se produjo porque, en aparente paradoja, si la izquierda no combate a favor de la gente contra las mafias políticas y económicas que controlan la sociedad, la gente deja de apoyar a la izquierda para pasarse al fascismo. Y el fascismo tiene hoy muchas formas seudodemocráticas de seguir recogiendo el voto de los que buscan seguridad y caen en la trampa de la zanahoria y en el placer del latigazo.

J. A. González Casanova es profesor de Derecho Constitucional de la UB.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_