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Columna
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Vacío

Hay días que no dejan estela en la superficie del tiempo: días huecos, borrosos, deshabitados, que cuentan con un enorme vacío en el lugar en que el resto de sus hermanos en el calendario registran anécdotas, encuentros, excusas para el entusiasmo o la tristeza. A veces, el devenir nos aturde con la sucesión de acontecimientos e hincha las horas hasta que creemos que podrían desventrarse, como bolsas de basura; otras, espacia sus ocurrencias y nos deja solos frente al desierto de nuestra vida, añorando la figura de otro náufrago que pudiera hacernos compañía bajo el sol. Así, el 19 de julio de 1910 fue un día fantasmal para Kafka, si hemos de creer a sus diarios: un día en el que la inacción absoluta lo aplastó contra la cama y no le permitió más que dormir y despertar, dormir y despertar, como cumpliendo una gimnasia enigmática y algo tonta. Kafka no hubiera lamentado, eso es seguro, que una mano omnipotente escamoteara aquel domingo anodino del censo de su existencia: un día sin relieve, neutro, del color del empapelado de las paredes, que se perdería por los desagües como los restos del almuerzo. Un día en que no efectuó ningún gesto, en que no tomó ninguna resolución, y que por tanto no se proyectaría al futuro: un día estéril, que no ovuló, cuyos descendientes no se hallarían en ninguna parte. Como aquellas misteriosas dos semanas del año de 1582, en que el papa Gregorio XIII decidió corregir el calendario juliano por el que Europa se había regido hasta entonces y ordenó una amputación: arrojó once días a la basura para instituir que al jueves 4 de octubre le seguiría el viernes 15 del mismo mes. ¿Dónde está el amanecer del 8 de octubre de 1582, la merienda del día 10, el crepúsculo lleno de golondrinas de la tarde del 14? Como aquel domingo de Kafka, en ninguna parte: los arrastró la nada, que a pesar de su liviandad a veces cuenta con la energía suficiente para remolcar grandes pesos.

El último de esos días de vaho fue este domingo. Se abrieron los colegios electorales, acudieron señoras con perritos y jubilados, riadas de ciudadanos desnudaron su carné de identidad frente a las urnas. Parecía que el futuro nos aguardaba a la vuelta de la esquina, que este domingo sería el punto y aparte que tanto habíamos esperado, que se iniciaba -por fin- algo desconocido y grande: nos equivocábamos. Alguno que otro seguimos hipnóticamente el progreso del escrutinio toda la noche frente al televisor, nos acostamos con un mal sabor de boca y al despertar constatamos que nos encontrábamos en el mismo mundo de siempre, con el mismo cansancio de siempre y las mismas ganas de mandarlo todo a paseo. El petróleo derramado, las bombas a mansalva, los diversos despropósitos gubernamentales habían desaparecido en alguna parte, y todo seguía como siempre, como si ningún 25 de mayo se hubiera intercalado en nuestras vidas. Y yo creo que realmente así fue: aquel día no ocurrió nada, aquel día no existió. ¿Se levantaron ustedes temprano, compraron el periódico y una papeleta de churros? Mentira. ¿Tomaron una cerveza a mediodía y luego acudieron al colegio electoral, a ver si de una vez por toda lográbamos arreglar algo? No, eso sí que no: mentira, mentira, más que mentira.

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