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Inseguridad ciudadana: un problema mal formulado

Oscurecido por la guerra de Irak, el debate sobre la inseguridad ciudadana no tardará en reaparecer en la escena política y mediática. Son muchas, sin embargo, las razones que permiten pensar que la inseguridad ciudadana es un problema mal formulado. Y, como diría Einstein, un problema mal formulado no tiene solución.

Para que el debate acerca de la inseguridad ciudadana no se reduzca a una confrontación electoral de ofertas poco creíbles de seguridad, resulta imprescindible cuestionar las verdades establecidas en torno al problema de la inseguridad ciudadana y, claro está, las soluciones que se ofrecen en el mercado político de la seguridad. Sólo desde esa actitud crítica nos será posible ver, con todas sus consecuencias políticas, los términos reales del problema.

1. No cabe confundir el miedo innato a la agresión proveniente de los otros con el problema contemporáneo de la inseguridad ciudadana. Todos tememos, con razón, las amenazas reales a la integridad personal: agresiones, robos, violaciones. De este temor, imprescindible para la existencia humana en colectividad, surgen acciones prudentes que permiten eludir peligros y mantener, así, la seguridad. Ésta es una responsabilidad individual irrenunciable que sólo el terror al todos contra todos explica su delegación a un poder común (el Estado) susceptible de garantizar, mejor que la simple suma de esfuerzos individuales, la seguridad pública. Al Estado le corresponde, pues, generar condiciones de seguridad que faciliten el desarrollo libre de la comunidad de ciudadanos. En la medida en que ello no sea así, la legitimidad del Estado se resiente gravemente.

2. La manifiesta incapacidad del Estado para garantizar la seguridad pública, en las condiciones sociales producidas por la globalización capitalista, explica, en buena medida, el desarrollo avasallador de la industria y el comercio de la seguridad en los últimos 20 años. Sólo un indicio: los efectivos policiales privados, en España, ya superan a los de la Guardia Civil. Y, en algunos países europeos, igualan (Dinamarca, Suecia, Reino Unido) o superan a la policía pública. Y éste no es el resultado, únicamente, de un proceso de recuperación insolidaria, por parte de los individuos con los recursos suficientes, de su poder para protegerse individualmente de las amenazas a su seguridad, sino también la consecuencia de la privatización de la seguridad emprendida por el propio Estado (vigilancia privada de edificios públicos, por ejemplo). Lejos de complementar la seguridad pública, como predica el lobby del sector, la expansión espectacular de la seguridad privada no ha significado ni un descenso de la delincuencia ni del sentimiento de inseguridad ciudadana y, por el contrario, ha aportado una inquietante fractura social entre unos sectores protegidos particularmente y otros que resultan especialmente vulnerables a la violencia.

3. Esta fractura social viene agravada por la crisis del modelo estatal de control del delito. Cuesta comprender la aceptación general de creencias inverosímiles. Más nos valdría reconocer, aunque nos inquiete, un hecho crucial para la debida formulación del problema: la adopción de medidas exclusivamente represivas (más policías, más penas, más cárceles) nunca ha aportado, y nada indica que ahora pueda ser distinto, una reducción significativa y sostenida de la delincuencia. Y, lamentablemente, tampoco hay evidencia alguna de la eficacia de las políticas preventivas, de carácter social, orientadas a este mismo fin.

4. Sucede, sin embargo, que al hablar de delincuencia nos referimos, exclusivamente, a la delincuencia común, es decir a los delitos perpetrados por los excluidos, a los supuestos mejor regulados en las normas penales y a los hechos más perseguidos. Se trata, en la mayoría de los casos registrados en las estadísticas criminales, de hurtos, robos en vehículos, viviendas y comercios que, ni en su cuantía global ni en sus perjuicios sociales, superan a uno solo de los casos propios de la delincuencia económica. Se ahonda así la fractura social con la imposición de una injusticia añadida: a mayor cuantía, los delitos se hacen más invisibles y, así, impunes. En este escenario, la expansión del Crimen Organizado Global -a través del tráfico de drogas, seres humanos y armas, así como del blanqueo de dinero-, por encima de fronteras y controles estatales, aparece imparable: el Producto Criminal Bruto mundial supera ya los 800.000 millones de euros y su capacidad de mediatización de la política y la economía, así como su influjo en la inseguridad ciudadana (una gran parte de los asesinatos callejeros que conmocionan Madrid son debidos a reyertas entre bandas articuladas en la red transnacional del Crimen Organizado Global), resulta aterradora.

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5. La inseguridad ciudadana se corresponde con el miedo al delito pero no se limita a él. Si bien el miedo nos advierte de amenazas perceptibles a través de los sentidos (delincuencia común), la inseguridad nos alerta de amenazas remotas (delincuencia organizada) que, no por ello, son menos peligrosas. Y no sólo eso; en la inseguridad ciudadana se expresan, también, los efectos frustrantes de dos elementos que, en apariencia forman parte de la solución pero que en realidad lo son del problema: la reiteración por parte del Estado de estrategias caducas de control del delito, y, a su vez, la ilusoria e insolidaria escapatoria que ofrece la industria de la seguridad.

Me pregunto, pues, si no sería conveniente que políticos e intelectuales hicieran acopio del valor necesario para decir que la inseguridad ciudadana es un problema mal formulado que, por tanto, resulta de muy improbable resolución. Quizás nos permitiera concentrar las energías en la búsqueda de la solución justo ahí donde se halla realmente el problema.

Jaume Curbet es editor de Seguridad Sostenible (Instituto Internacional de Gobernabilidad).

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