Appenzell, una Suiza de cuento
Vacas y un queso universal entre montañas y casas pintadas
Gargantas, manchas de bosque, lagos remansados, y pocos pueblos que parecen de juguete, con aleros y fachadas pintados de colores ingenuos, y cascadas de flores vertiéndose por las ventanas. Un lugar donde los hombres cada primavera se presentan en la plaza con su sable o bayoneta y eligen, a mano alzada, a quienes van a gobernarles durante el año -las mujeres empezaron a votar hace tan sólo un par de lustros-. Está claro que estamos en un cantón que mantiene, que venera casi la tradición, campesino y orillado de todos los caminos. El cantón de Appenzell.
El mismo nombre sirve para el cantón y para la "capital", un pueblo no muy grande (no más de 15.000 vecinos) que creció en época medieval a expensas del vecino monasterio de St. Gallen ("celda del abad", quiere decir Appen-Zell). Cuatro calles y cuatro casas, como quien dice. Eso sí, pintadas las fachadas por un tal Johannes Hugentobler, hacia 1920, con ciertas pretensiones modernistas, y con una parroquia ostentosa, exagerada, que parece una abadía rica. Si uno llega un día cualquiera, tendrá que aguardar a la tarde para ver a algún cristiano: se reúnen los hombres en las tabernas a comentar las faenas de la jornada, fumar su pipa curva (a la cual llaman Lindauerli), jugar una partida de jass (naipes) y tal vez, si se lo pide el cuerpo, arrancarse por unos quejidos guturales (el yódel, que aquí llaman zäuerli) que al punto serán coreados por la alegre concurrencia. Si se tiene la fortuna de llegar en día de feria o fiesta (que son muchas), se verá a esos mismos campesinos vestidos con bombachos amarillos, chaleco bermellón, sombrero negro engalanado de flores y un pendiente gigante en forma de cacillo o cuchara de crema.
Las colinas van subiendo de tono conforme se alejan del lago de Constanza y se acercan al macizo de Alpstein. Este rincón verde y plagado de vacas rubias es el cantón helvético más pequeño.
Queserías en las colinas
Aquí vive del campo mucha gente (17%, cuando la media de Suiza es el 4%). Pero estos campesinos no son agricultores, no está el humor de las montañas para esas lides, sino ganaderos. Viven de las vacas, de la leche o, más precisamente, del queso. Del appenzeller, que se elabora en casi un centenar de queserías, grandes y pequeñas, perdidas por las colinas (o montañas) del cantón.
Y se empieza a hacer antes de que cante el gallo, de noche aún. Los granjeros llevan sus cántaras de leche recién ordeñada a las queserías y enseguida comienza un proceso, no por mecanizado y aséptico menos artesanal. Los pasos son complejos (se pueden seguir en varias queserías-demostración), pero en definitiva cada rueda de queso (de casi medio metro de diámetro) es mimada de forma individual. Durante el tiempo que las ruedas permanecen madurando en sótanos se las lava diariamente, una por una, con una salmuera de hierbas montaraces cuya fórmula es un secreto de estado. De ese modo el queso adquiere corteza y un sabor característico, redondeado en las cavas de afinación del comerciante que adquiere la producción a las queserías. Finalmente el appenzeller llegará a las tiendas, y a las mesas, en cinco o seis variedades, según haya madurado tres, cuatro, seis o más meses.
El interior del cantón (lo que llaman Rhodes Interiores, de credo católico, en oposición a los protestantes Rhodes Exteriores) se podría recorrer en bicicleta, con poco tiempo y buenas piernas; las distancias son mínimas. Pero cada pueblo tiene su orgullo y cosas que mostrar. En la propia Appenzell, además de la iglesia y las casas pintadas (alguna del siglo XVII), se puede visitar unas cavas de afinación de quesos, una fábrica de vermú y licor de hierbas también llamado appenzeller, y un par de museíllos. Los museos más interesantes están en las cercanas Stein y Urnäsch; allí se ven objetos y rastros de costumbres que siguen vivas, y unos muebles con escenas y flores pintadas a mano que elevan el arte popular al máximo parangón. La pintura naïf destinada antes a cencerros, tinas de leche, camas y armarios, se cotiza ahora por las nubes. A las nubes se las puede tocar con los dedos subiendo al Säntis, que supera los 2.500 metros. Un funicular de cabina asciende en vertical hasta la cima, desde donde se puede ver el cogote de media Suiza mientras se almuerza o se toma un café. Hay varios funiculares más, en alturas vecinas, y toboganes muy divertidos, y todo tipo imaginable de artilugios e instalaciones para sacar tanto jugo a la montaña como a las vacas. Después de todo, hay mucha más gente viviendo del turismo que de la leche o el queso, el doble más o menos. La única regla en todo caso es hacer las cosas bien, con minucia artesanal y cristiana, y cazar al vuelo con alegría pagana las pequeñas ocasiones de la vida.
GUÍA PRÁCTICA
Datos básicos
Prefijo telefónico: 00 41 71. Moneda: franco suizo (0,66 euros).
Cómo ir
- Swiss (901 11 67 06), a Zúrich. Desde Zúrich se puede llegar en tren hasta la propia Appenzell en poco más de media hora.
- Iberia (902 400 500) ofrece tarifas de última hora en www.iberia.com, 179,62 desde Madrid y 150,62 desde Barcelona.
Visitas a queserías
- Schaukäserei (368 50 70), en Stein. Visitas diaria, de 9.00 a 19.00; fabricación de queso, de 9.00 a 14.00. Visita gratuita.
Dormir y comer
- Hotel Löwen (788 87 87), en la Hauptgasse, 25. Appenzell. La habitación doble, con desayuno, cuesta 92,55 euros.
- Hotel Restaurante Bären (795 40 10), en Gonten, entre Appenzell y Urnäsch, entre 92,55 y 104 euros. Menús, entre 33 y 90 euros.
- Otro buen sitio para probar platos tradicionales es el restaurante de la Schaukäserei de Stein.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.