Elecciones
El metro copia el aire somnoliento de la madrugada y no sólo marcha más despacio que de costumbre, sino que amortigua su rumor para que los escasos viajeros se animen a echar una cabezadita. Así lo hace la muchacha en el vagón donde es la única pasajera. Cerró los ojos en la estación de Avenida de América y se hubiera dejado conducir dulcemente hasta su destino, en el remate norte de la línea 7. Pero en la estación de Francos Rodríguez, un turbulento interrumpe su quietud. Llega destemplado, aunque sin alterar el orden público, y su energía, impropia del sueño de la hora, lo relaciona con la pesadilla.
Quizá por eso la muchacha no se lo encara, sino que, con los ojos medio cerrados observa su comportamiento gallito. Se ha sentado frente a ella -lo que es una provocación en el vagón sin gente-, busca interlocutor a un lado y otro y al fin se desahoga con una frase inesperada que la bóveda del túnel reproduce con interferencias: "Hemos ganado la guerra", dice, o algo parecido se le oye al llegar el tren a la estación de Valdezarza.
Mas, si dijo eso, se engaña, porque su indumentaria raída pertenece a un ejército en retirada, de repatriados o derrotados. La chica ni se lo discute, prefiere fingir que duerme a conversar con el hombre, que interpretando esa actitud a su antojo, se desembaraza del acordeón que traía de mochila y, a la manera de tantos músicos ambulantes que mediante una sabia explotación de los trayectos metropolitanos consiguen pagar su cuota de autónomos y el reconocimiento popular de sus dotes, matiza más distendido: "No es guerra sino conflicto". Y, en señal de alegría, imprime en el instrumento un arpegio saltarín que sofoca la entrada del convoy en la estación de Antonio Machado.
Por si no se hubiera entendido, lo repite cuando el tren frena, pero lo dice bajando la voz, como si hablara consigo, seguramente por respeto al poeta que da su nombre a la estación, o impresionado por la situación del transporte que, después de abrir sus puertas para el tránsito de viajeros, permanece sin cerrarlas en un silencio agobiante. Queda la hilera de vagones desarbolada en el gran espacio vacío, transmitiendo la sensación de que terminó el viaje, y quizá el mundo. En el sopor de la duermevela, la chica se prende del infatigable movimiento de la escalera mecánica. El hombre, al notarla despabilada, se le aproxima y, repitiendo el arpegio, le susurra a una distancia cauta: "Oposición de pancarta". Luego, como no reacciona, ensaya un vals en el acordeón.
Y con esa música se marcha a otros vagones. La chica cierra los ojos y creerá que sueña cuando el tren arranque después de una pitada y se sienta conducida a través del túnel hasta la estación de Peñagrande. La chica lee ese nombre al despertar, e inmediatamente piensa que le falta menos para su destino. Y ni se acordaba del acordeonista ambulante, pero en esta nueva parada del transporte reaparece, tan agitado como en su primera comparecencia y algo más gesticulante, lo que ya es difícil. El hombre se sitúa muy cerca de ella y quizá no esperaba obtener su atención y que le sostuviera la mirada, porque al recibirla parece perplejo. Como si aludiera a su experiencia en los otros vagones, afirma: "Lo mío es el vínculo transatlántico". Y queda pendiente de la respuesta de la chica, en una pausa tan larga como la detención del tren.
"Pero qué me estás contando", le dice entonces la chica. Se contemplan sin hablar hasta que el tren arranca hacia la parada de la Avenida de la Ilustración, escenario de fiestas teatrales interpretadas por tipos como el acordeonista, que imitan a personajes famosos. "¿Te crees todo lo que dices?", insiste ella. "En algo hay que colocarse", murmura él, encogiéndose de hombros. "¿Lo pagan bien?". El hombre niega con la cabeza: "El trabajo está fatal". Ella se sitúa en el papel del hombre: "Todo el día de aquí para allá diciendo esas cosas a la gente, qué fatiga las elecciones". El chico se levanta del asiento cuando el tren llega a la estación. "Lo malo es que te rechacen en el casting, antes de pasar las pruebas".
El tren se detiene. "Tu careto me suena", comenta ella, y él replica: "En la tele gusta mi perfil". El hombre traspasa la puerta del vagón: "Si ganamos las elecciones, me saldrá algo mejor", y sonríe a la chica: "¿Vienes?". Ella se acurruca en el asiento: "¿Me vas a pedir el voto?". El hombre toma la escalera mecánica, vuelve la vista al compartimiento de la chica y hace con la mano derecha el signo de la victoria.
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