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Columna
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Campaña

Amenazas, promesas, inauguraciones, insultos, profecías, demagogias, medias verdades, mentiras, autobombos, más amenazas, más inauguraciones, más insultos: ya están aquí las urnas. La campaña electoral no sólo es un requisito imprescindible en la vida democrática, es también un índice de la salud social, una forma de enfrentarnos al espectáculo de nuestras costumbres y nuestras dolencias. Acudimos al hospital del voto futuro, nos sacamos sangre y comprobamos cómo anda el corazón, cómo funcionan los órganos vitales, qué le sobra y qué le falta al cuerpo en su vivir cotidiano. El resultado de los análisis nos descubre la consecuencia de los hábitos alimenticios: miedo, amenazas, demagogias, manipulación informativa. Esta campaña va a ser dura, extremará la crispación que invade la rutina democrática de los despachos oficiales. Conviene aclararlo, porque cuando se habla de crispación parece lógico pensar en el estado de ánimo que afecta a las calles, a los puestos de trabajo, a los partidos políticos de la oposición, a los movimientos ciudadanos. Pero, en este caso, las declaraciones crispadas surgen de los despachos oficiales del Gobierno de España y del Partido Popular. La respiración política de los últimos meses está marcada por el deseo de crispar la voluntad de los ambientes más conservadores. Asustados por las posibles consecuencias electorales del desastre ecológico de Galicia y del injustificado belicismo del Gobierno, la derecha busca solución en declaraciones pensadas con el estilo del desprecio y el miedo. Mientras abandonan a pasos marciales el centro social, acusan de radicalismo peligroso a la izquierda. La extrema derecha siempre ha considerado un capricho radical los más simples comportamientos democráticos.

Resulta especialmente llamativa la insistencia en acusar a la izquierda de radicalismo, levantando los viejos y desatinados fantasmas del peligro comunista. Uno tendería a pensar que la estrategia es disparatadas. Rodríguez Zapatero entró en la escena de las discusiones públicas dispuesto a jugar el papel de la moderación. Ha medido sus palabras hasta el punto de ser tachado de pusilánime y ha negociado con el Gobierno de la derecha numerosas leyes de interés general. Izquierda Unida lleva años trabajando en las instituciones, comprometida sobre todo en la gestión de muchos ayuntamientos. Supongo que cualquier vecino andaluz, acostumbrado al gobierno de la Junta de Andalucía o de su municipio, acabará considerando un dislate, una demagogia inaceptable, las denuncias derechistas del radicalismo político de la izquierda. ¡Que vienen los comunistas! Habrá quien critique fallos de gestión, decisiones erróneas, pero nadie con los pies en la tierra, en su calle, puede sentirse amenazado por el fantasma descomunal y sanguinario de la revolución. Lo que no sé es si tenemos los pies en la tierra. Enciendo la televisión, leo los periódicos, y me encuentro con una agobiante información de tintes oficialistas que convierten en realidad las consignas demagógicas del Partido Popular. Ese es el verdadero diagnóstico de la salud democrática española: la apuesta de la derecha por un control mediático que sustituya la realidad. Se nos convoca a vivir en un simulacro dibujado con amenazas, insultos y autobombos.

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