Terrorismo (II)
La definición del terrorismo no puede comprender al que se viste de uniforme, tiene laboratorios con presupuesto nacional, y sus cámaras de gas, horcas y sillas eléctricas están dirigidas por jueces tocados de maneras especiales. Tampoco todos: los tres fusilados por Castro estaban condenados por los jueces, como la centena de negros (en su mayoría) ejecutados este año en diversos Estados de la Unión: sin que nadie salga a la Puerta del Sol o la plaza de Cataluña a manifestarse. La cuerda de una prisión de Sadam aparece continuamente en la televisión; las hay en países de nuestra órbita. La mujer a la que van a lapidar en Nigeria ha pasado por todos los tribunales y han confirmado su barbarie, un terror legal. Un nigeriano dice que aborrece ese sistema, pero le parece peor el español, en el que el asesino es el marido. El viejo terrorismo, o "la propaganda por el hecho", tenía dentro de su vileza un cierto romanticismo, como el de aquel anarquista que se inmoló con su propia bomba por no lanzársela al zar y herir a un niño que estaba cerca. ¿Y el de Nueva York, el del 11-S? Fue despiadado, y probablemente el más grave de los que se han hecho sin uniforme (con uniforme, cualquiera lo desborda: Hiroshima, Nagasaki, Buchenwald, Sabra y Chatila...), sin dejar ese cierto romanticismo criminal del que se suicida para matar más. No sabremos quién manipuló a los suicidas para esa catástrofe. No se sabrá; como quién mató a Kennedy.
Si yo fuese Aznar, no permitiría que se definiera el terrorismo de ninguna manera: cualquier definición abre una exención, y él se ha negado a integrar el Tribunal de Crímenes de Guerra y el tratado contra las minas unipersonales. Es una franqueza: no hacer leyes que le puedan culpar a uno. Luego hay que darles vueltas y perder valores humanos para ser al mismo tiempo el libertador y el terrorista del país sobre el que se ha caído.
Una definición simple, como es la de que el terrorismo es toda acción política que nos aterra y nos fuerza a obedecer o a huir, es insuficiente: depende mucho de la posición en el mundo que ocupe el asesino. Y el asesinado. Cuanto menos importante, mejor: así todos estamos amenazados. Como en las guerras uniformadas: a principios del siglo pasado sólo moría el 15% de la población civil; ahora, el 80%. Eso significa algo.
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