Después de la noticia
El principio de la novedad que preside la selección mediática de la información es implacable. En la sociedad espectáculo el mundo vive pendiente de un conflicto hasta que se empiezan a notar signos de fatiga en el auditorio o hasta el momento en que estalla otro. Nadie se acuerda de Afganistán, porque ahora los focos están concentrados sobre Irak, y salvo que la posguerra se convierta en guerra civil o en guerra de liberación chiita contra los americanos, pronto veremos cómo las cámaras se van desplazando hacia otro escenario. Cuando el morbo decae, la caravana mediática se desplaza.
Sin embargo, sería muy interesante que la opinión pública supiera lo que está ocurriendo ahora en un Afganistán, dónde el Gobierno proamericano de Karzai apenas controla Kabul, los talibanes y la gente de Al Qaeda sigue campando por las montañas, especialmente en la zona fronteriza con Pakistán, y los señores de la guerra siguen siendo dueños del territorio. Probablemente, cuando algo parecido ocurra en Irak tampoco nos enteraremos porque la atención se habrá desplazado ya a otro lugar. Y así la conjunción entre la selección de la información por la novedad, según los criterios del espectáculo, y el interés de los distintos poderes de que determinadas cosas caigan en el olvido garantiza que la historia se vaya repitiendo sin que la experiencia se acumule.
El periodista tiene que informar de la novedad. Pero la novedad no puede servir para discriminar aquellas cosas que más directamente nos pueden concernir. Y una mala posguerra puede ser, por sus efectos, tan interesante para nosotros como la propia guerra. Por responsabilidad, el periodista debería estar más pendiente de las cosas que pasan fuera de los focos de la atención universal y que, a menudo, son mucho más determinantes que las que figuran en primera plana. Me llega noticia de dos ejemplos concretos: Bernard Henri Lévy publica un libro de investigación sobre la muerte de Daniel Pearl, el periodista de The Wall Street Journal asesinado en Pakistán. Un amigo que lo ha leído antes de que esté en las librerías me dice que las conclusiones confirman todo lo que se sospechaba: que donde hay una conexión real entre armas de destrucción masiva y terrorismo islámico es en Pakistán; que Pearl fue asesinado porque estaba investigando este tema y había encontrado las buenas pistas, y que las microarmas de destrucción masiva no son ninguna fantasía. Lo cual no hace más que subrayar lo evidente: que la liberalización o descontrol de las armas de destrucción masiva que las pone al alcance de cualquier grupo terrorista o líder irresponsable será uno de los principales problemas de seguridad. Y que la intervención de Estados Unidos en Irak tiene otras motivaciones -de hegemonía e influencia-, pero no la que se ha repetido como oficial, porque el problema está en otra parte. Desde otro lugar lejano, en Ruanda, Raphael Glucksmann, que está trabajando allí en un reportaje con el afán de romper el silencio y las complicidades del último genocidio del siglo XX, me transmite la sensación de fracaso moral y desolación profunda en un país en que en muchos parajes todavía se siente el olor de los cadáveres.
También los Balcanes han vivido esta experiencia del olvido mediático. Centraron la atención durante casi una década, cuando la construcción de los odios se tradujo en matanzas criminales. Después, con la bendición de la comunidad internacional, se consagró la limpieza étnica como solución. El viejo Estado multicultural yugoeslavo fue dividido en diversos nichos étnicos. Y se dijo que se había hecho la paz. Las cámaras se fueron. Sobre la herencia del comunismo, la alianza entre lo rojo y lo pardo había desencadenado una lucha por el poder bajo el signo de las identidades irreductibles. Hasta que la derrota del más fuerte -Serbia- en la guerra de Kosovo sirvió para dar por terminado el conflicto, que en Macedonia ha dado sus últimos brotes.
Este fin de semana, un grupo de especialistas de los diversos países balcánicos ha debatido esta cuestión en Barcelona. Y a mí me ha parecido extraordinariamente positivo descubrir que todos ellos, con diferentes matices, sabían que la fragmentación nacionalista no era la estación final. Y que tarde o temprano -unos lo veían más cerca, otros más lejos- se entraría en el estadio posnacionalista, en que el reconocimiento del otro superaría el sistema de conjuntos estancos que debilita forzosamente las potencialidades de la zona. Y que en ello puede desempeñar un papel determinante Europa como fuerza de atracción. La voluntad de ser europeos puede mover a los diversos países hacia la aceptación de los criterios de la sociedad plural y abierta. El verdadero liderazgo de Europa es que puede mostrar un modelo vigente de convivencia multinacional capaz de garantizar la paz y el bienestar a un grupo de países que tiempo atrás se habían enfrentado a muerte.
Queda para los historiadores interpretar si realmente los Balcanes vivieron en los noventa una crisis de paso inevitable que Europa vivió en otros periodos. Lo importante son las lecciones para el futuro. Y éstas las sintetizó Pere Vilanova en un momento del debate: en el mundo actual es imposible una sociedad homogénea, étnicamente pura, todas las sociedades están abocadas a ser de composición multicultural; sólo el carácter individual de los derechos humanos, anterior a cualquier forma de derecho colectivo, permite defender a los hombres de cualquier forma de dominación en nombre de lo identitario; el proceso de urbanización es fundamental para la democracia, porque en un mundo orgánico rural en el que cada cual tiene su papel asignado por la naturaleza, Dios o el destino, no hay autonomía para los individuos y, por tanto, no hay libertad real.
Hay que estar atentos a los conflictos que ya no entran en el campo de las cámaras, porque en ellos se pueden tejer experiencias reales a menudo más útiles para el aprendizaje de la especie que las que se desprenden de los grandes acontecimientos. Y porque donde hay posibilidad de actuar sin ser visto siempre están los depredadores dispuestos a aprovechar la ocasión.
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