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Columna
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Diógenes

Diógenes de Sínope vivía en el interior de un tonel, paseaba descalzo por Atenas con la única compañía de un cayado, y para beber de las fuentes empleaba una concha que había recogido en la playa. Presumía de no haberse lavado una sola vez en su vida, contaba con una dificultosa barba que servía de habitáculo a varias familias de chinches y parásitos y que le cubría hasta la cintura. Era discípulo de Antístenes, un filósofo que había afirmado que la virtud se encuentra en la naturaleza y que cuanto más se aleja el hombre de ella más se pervierte. No sabemos qué habría opinado Antístenes de los antibióticos y las avionetas, aunque no cuesta sospechar que los habría conculcado; herramientas mucho más pedestres como el vestido, las tijeras o el calzado, que no había provisto la propia naturaleza, despertaron su desaprobación. Antístenes reunió en torno de sí una cohorte de devotos, que se solían congregar en una de las puertas de la muralla de Atenas y que acabaron recibiendo el título de cínicos. El origen del adjetivo, perrunos, no está claro: según unos exegetas, proviene del sobrenombre de la puerta en que celebraban sus cónclaves, llamada Puerta del Perro; según otros, se debía a que los cínicos admiraban el modo de vida canino y procuraban imitarlo en todo cuanto les fuera posible. Y en efecto, lograron notables avances al respecto: despojados del ocioso barniz con que la civilización había recubierto al hombre en los últimos milenios, descreían de cualquier convención social y satisfacían sus necesidades en plena vía pública, ya fueran intestinales o sexuales. Aquella forma de existencia repugnante, que les hacía convivir con el estiércol y con el fango, despertaba su piedad y los convertía en criaturas más virtuosas que los atónitos paseantes que se detenían a mirar cómo se rascaban las pulgas junto a las fuentes municipales.

Es la indigencia de ese modo de vida lo que ha llevado a los estudiosos a bautizar como síndrome de Diógenes a esa triste enfermedad por la cual el individuo, aislado en su casa del contacto con los vecinos y de todo estímulo externo, se dedica a acaparar compulsivamente basuras y detritos. El último, dramático ejemplo lo hemos tenido en el caso del anciano de Algarrobo, en Málaga, cuyo cadáver tuvieron que rescatar los bomberos de un pozo de inmundicias después de que un olor nauseabundo alertara a todo el barrio. No es el único: esta sociedad nuestra del ciberespacio y las antenas parabólicas genera cada vez más situaciones similares, las de personas que truecan el contacto con los seres humanos por el de las cosas, amuletos rescatados de la basura que logran puestos honoríficos en el hogar del solitario, invadiendo el sofá y adueñándose de las camas. Pero a diferencia del Diógenes de la Antigüedad, no es virtud lo que buscan estos amantes de la podredumbre por debajo de su sucio comercio: más que convertirse en sabios o mejores hombres, buscan ser hombres simplemente. Buscan interlocutores, oídos abiertos, manos que apretar en el silencio de las tardes de lluvia, aunque sean las manos amputadas y glaciales del maniquí. Para los cínicos, la basura era la alternativa irónica a una humanidad mucho más depravada que aquellos desechos de tan mal olor; para los coleccionistas de hoy, supone la última tabla a la que asirse antes de acabar ahogado en el amargo naufragio de la soledad y el olvido.

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