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La invasión de los bárbaros

Hay toda una secuela de imágenes de la pasada (?) guerra de Irak que ya no nos dejarán por mucho tiempo y que van a aparecer obstinadamente en nuestras peores pesadillas: los niños mutilados, los muertos despedazados, los edificios en llamas, la pobre gente que huye despavorida. He aquí una consecuencia de la omnipresencia de los modernos medios de comunicación. Lo que no se ve no existe; en cambio, lo que se ve una y otra vez, en fogonazos obstinadamente repetidos en todos los noticiarios, no es que exista, es que sobreexiste. Por supuesto que otras guerras recientes no fueron mejores y que en Angola, en Sierra Leona, en Ruanda, en Camboya, en Vietnam, en Chechenia, en Bosnia o en Guatemala hubo imágenes igual de trágicas, si no más. Y aún fueron peores, seguramente, las imágenes que una cámara moderna habría podido captar cuando el genocidio de los indígenas americanos o de los armenios en el siglo XIX, cuando el exterminio de los kurdos por el régimen que acaba de caer en Irak hace bien poco. Incluso algunas imágenes de los atentados de ETA no tienen nada que envidiar por su crueldad y por su ensañamiento sangriento al desgarro íntimo que nos producen las víctimas de los bombardeos sobre Bagdad.

A fuer de sinceros, preciso es reconocer, pues, que la reciente masacre de Irak se ha saldado con menos víctimas que otros conflictos, incluida la anterior edición de esta misma guerra. Aun así, entonces las víctimas no se vieron tanto y, por consiguiente, al no poder practicar nuestra empatía en el mismo grado, no sobreexistieron en igual medida. Triste consuelo el de esta estadística obscena. Mas el impacto sobre la conciencia de unas imágenes fuertes no sólo tiene que ver con su persistencia. También importa el contenido. Es verdad que en la tragedia de Irak ha habido en conjunto menos imágenes impactantes de las que habrían podido tomarse en otros conflictos. Pero, al mismo tiempo, proliferaron las escenas de algo con lo que no nos encontrábamos desde hace muchos años, al menos desde la II Guerra Mundial: la indiferencia. En Irak, las turbas saqueaban no sólo los palacios del dictador, sino también comercios o viviendas, y los soldados miraban sin ver. Los malhechores se llevaban los fondos del Museo Arqueológico o de la Biblioteca Nacional (nuestra conciencia histórica, que es la base de nuestra condición humana), y los soldados miraban sin ver. Las multitudes hambrientas alzaban los brazos en demanda de agua y comida, y los soldados miraban sin ver. Los heridos sollozaban tristemente en pasillos de hospitales deprimentes, y los soldados miraban sin ver.

No, no es lo normal: este comportamiento resulta profundamente anormal. Las pasadas Navidades se tradujo el libro de Antony Beevor sobre la caída de Berlín. Es difícil encontrar en la historia reciente un testimonio tan elocuente de atrocidades cometidas contra la población civil de un país en guerra en menos tiempo. En Prusia oriental, en Pomerania, en Silesia, era seguro que si las tropas soviéticas encontraban a una mujer, la violarían: fue la suerte que corrieron miles de desgraciadas. También era seguro que no siempre se hicieron prisioneros y que, al principio, la práctica de humillar, primero, al soldado alemán enemigo y de acabar rematándolo, después, casi se volvió una costumbre. No estoy juzgando, estoy describiendo: los nazis habían actuado de forma parecida al invadir la Unión Soviética y todos estos soldados rusos y asiáticos, tremendamente incultos en su mayor parte, se vengaron. Pero lo que no encontrarán en este libro es indiferencia. Cuando los civiles alemanes que vagaban hambrientos se acercaban a las tropas rusas, podían ser recibidos a tiros o invitados a compartir las pobres raciones de la tropa, nunca evitados como si fuesen transparentes. Cuando el ejército ruso cercó Berlín, no es que hubiera daños colaterales "científicamente" controlados, como en Irak, es que plancharon literalmente la ciudad y hubo miles de víctimas: pero cada vez que conquistaban un barrio, se apresuraban a nombrar un alcalde pedáneo, a restaurar los servicios mínimos y a organizar el día de después. Con lo que, a la postre, y aunque no haya punto de comparación, la radiación mediática de la actitud de los marines en Irak es mucho más devastadora que la de tantas matanzas que registra la historia.

La indiferencia hacia el otro, el hecho de desentendernos de su suerte, como si se tratase de bacilos en un portaobjetos, porque no nos parece tan humano como nosotros, he aquí la novedad que descubrimos en las miradas perdidas de esos marines. La habíamos visto antes. En su forma patológica, por supuesto, en los degenerados nazis que trataban a los judíos y a otros pueblos como cobayas de laboratorio. En su forma más común, aparece en todas y cada una de las situaciones coloniales: en los ingleses de la India imperial, en los belgas del Congo libre , en los franceses y en los españoles -también- del protectorado norteafricano. Por eso mismo, ¿qué quieren que les diga?, no dejan de parecerme admirables las imágenes de los soldados que hemos enviado a nuestra dudosa misión en Irak porque su forma de mezclarse con la gente, y el mismo caos del reparto (a gritos, como se hacen aquí las cosas), están convirtiendo en humanitaria una misión que se planteaba como logística y vergonzantemente colaboracionista.

Lo de los marines norteamericanos en Irak no es excepcional, se llama simplemente colonialismo y racismo. Ahora bien, sí que resulta excepcional, por no decir ilusoria, la posición de su gobierno, cuando sostiene la vana idea de que con estos mimbres pueda tejerse algún día una democracia en Irak. No se puede instaurar un sistema basado en la igualdad de todos ante la ley cuando se está convencido de que ontológicamente unos son inferiores, o, para ser más exactos, de que ellos son menos que nosotros. Ésa es la cuestión. Roma fue un imperio cruel y sangriento en ocasiones, pero también una instancia de civilidad y, tras la progresiva extensión de la ciudadanía a todos los pueblos conquistados, un venero de humanización. Justamente lo que les faltaba a los bárbaros que la invadieron. Tengo todas las dudas del mundo de que los EE UU, que muchas veces han proclamado su creencia en parecidas ideas, e incluso se han atrevido a comparar la pax americana con la romana, vayan a llevarlas a efecto en Irak. Ni siquiera que realmente tengan este propósito.

Una imagen vale más que mil palabras. Es verdad: las imágenes que comento hablan por sí mismas. ¿Qué hay detrás de estas imágenes? Por supuesto no el pueblo de los EEUU, sino una ideología despreciativa de la igualdad esencial de todos los seres humanos, una ideología que alza al ganador y hunde al perdedor, una ideología que está convirtiendo nuestro mundo en un lugar inhabitable. Dicen que el problema es la posible extensión de la guerra a otros países. Yo creo que es peor que eso: lo grave, lo trágico es que dicha ideología perversa se está extendiendo al mundo entero. Tal vez la globalización consista simplemente en una nueva invasión de los bárbaros.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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