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Columna
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Los pájaros

Leyendo una selección de los estupendos artículos mitológicos que el gozoso Néstor Luján publicó en el diario Avui, tengo noticia de un pájaro mágico llamado Lalla Tibibt, que habita en el frondoso jardín de un oasis cercano al hotel La Mamounia de Marraquech. El lalla tibibt, de voz alegre, melodiosa y refinada, es un Mozart de las palmeras. Invisible, oculto entre el follaje del oasis, contagia con sus trinos la felicidad. Es el pájaro de la buena suerte. Explica Luján que entre las palmas y follajes del oasis habitan, sin embargo, muchos pájaros comunes. Gorriones, jilgueros, mirlos y palomos comparecen a la hora del desayuno dominados por un apabullante frenesí. Ávidos, obstinados, ensordecedores, revolotean sobre las confituras y las mantequillas, picoteando las migajas de los cruasanes que los clientes occidentales mastican en las terrazas de sus habitaciones. ¡Curioso contraste el que se produce entre el pájaro mágico y la inquietante bandada de pájaros comunes!

'Los pájaros' de Hitchcock no es una historia de terror, es una meditación sobre las relaciones humanas: la frivolidad, el egoísmo y la estupidez

Sospecho que el amable lalla tibibt es una fantasía de Néstor Luján (lo sospecho porque el texto que da noticia de este pájaro está dedicado a Joan Perucho, el más genial inventor de magias literarias). Fantasía tradicional magrebí o delicioso invento de Luján, lo cierto es que el lalla tibibt no interesó a uno de los más imponentes creadores que frecuentó La Mamounia. Me refiero a Alfred Hitchcock, quien, sin embargo, fascinado por la belleza del jardín, situó en este hotel la primera escena de la segunda versión de El hombre que sabía demasiado. No conozco esta película. En cambio, como casi todo el mundo, he visto diversas veces otro celebérrimo film de Hichcock: Los pájaros. Al parecer, la idea de esta película le asaltó mientras desayunaba en la terraza del hotel, con vistas al oasis, observando la curiosa histeria de los jilgueros, gorriones, alondras y palomas que pululaban, con voraz incontinencia, en torno a su mesa.

Por una extraña asociación de ideas, de repente me ha parecido que el contraste entre los inquietantes pájaros de verdad y el delicado pájaro de fantasía tiene algo que ver con la historia bélica que estos días hemos contemplado sentados en primera fila. La guerra prácticamente ha terminado. Pero no su lógica, que va a tener continuidad en otros capítulos menos vistosos, aunque igualmente trágicos. Se consolida la verdad oficial de los vencedores incluso en los medios más reacios a ella (nada hay más fotogénico, en efecto, que la caída de las grandes estatuas). Se ha desatado el caos social, económico y sanitario en Irak con tanta celeridad como se avanza en el reparto del botín. Va desvelándose el dolor de las víctimas que han salvado la vida. No están muertos, pero han perdido cosas fundamentales. Y de estas pérdidas van a derivarse nuevos sufrimientos (tan duros como los pasados, aunque bastante menos televisivos): los que han perdido trozos de su cuerpo empezarán a arrastrarse por las calles; los que han perdido la casa dormirán de momento en cualquier parte y, dentro de poco, en apiñados barrios de barracas; los que, en incontable número, han perdido su trabajo intentarán, si pueden, vivir del pillaje, denunciados por los periodistas, apaleados por los marines. Cuando acabe la caridad que los soldados reparten vistosamente, aprenderán a vivir en la miseria: convertidos en carne de cañón de alguna mafia, hurgando en las basuras del petróleo, emigrando. Finalmente, los que ahora buscan en los hospitales o en las fosas comunes a la madre desaparecida o al hermano que dicen que fue herido, cargarán, qué remedio, con sus muertos y esperarán que el tiempo disimule con su manto gris el peso del vacío.

Entre nosotros, la adrenalina del rechazo ha entrado en lánguido reflujo. Pronto desaparecerá el polvoriento paisaje de Irak de nuestras pantallas y pensamientos. La desfibrada huelga del jueves, las deshinchadas manifestaciones de los últimos días y la entrada de las vacaciones de Semana Santa inducen a pensar que aquel formidable "no a la guerra" acabará como el rosario de la aurora. Lenta o rápidamente, no lo sé, el pájaro de la placidez se instalará de nuevo en nuestra terraza. Los pájaros comunes, hambrientos y ruidosos, dejarán de alterar nuestros amables desayunos y el canto del lalla tibibt volverá a inocular en nuestros corazones occidentales un agradable burbujeo. La melodía de la normalidad regresará con sus confortables mantequillas matinales y sus atardeceres de yogur de fresa.

Cuando la mermelada de cada día recobre todo su sabor, volverán a librarse las batallas políticas convencionales. Menos vistosas, sin épica, sin emoción, propias de estos duros profesionales de la cosa pública que las masas desprecian cuando la espuma de los nobles sentimientos se desborda.

Hasta que una explosión imprevista, una bandada de menudos gorriones, por ejemplo, se acerque a nuestra ventana dispuesta a amargarnos la digestión del cruasán. Alguien ha escrito estos días que cada misil caído en Bagdad era la simiente de un nuevo Bin Laden. Casi nadie en el mundo intelectual daba crédito, hace un año, ni tan siquiera después del 11 de septiembre, a la teoría del conflicto de civilizaciones. Hoy parece una posibilidad perfectamente verosímil. El cinéfilo Donald Spoto explica que Hitchcock, en Los pájaros, no quiso narrar una historia de terror, sino "una meditación sobre las relaciones humanas". Cada ataque de los pájaros, en efecto, está relacionado con una frase o un gesto de frivolidad, de egoísmo o de estupidez social de uno de los personajes. Humillar al ya humillado mundo musulmán es un gesto monumental de estupidez. A causa de este gesto, la historia de esta guerra no termina con la caída de las estatuas de Saddam. Tampoco Hitchcock quiso que apareciera la expresión the end en Los pájaros. "En las imágenes finales", comenta Spoto, "los cuatro protagonistas de la película se alejan en coche antes de (se sobreentiende) una nueva embestida salvaje". La historia no termina. Como un poema trágico, sencillamente se interrumpe.

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