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Paula: el duende negro de la hondura

El torero de Jerez no es un maestro, siendo el mayor de los artistas, porque no sabe lo que enseña: enseña sin saberlo

Yo me convertí al toreo porque una tarde en El Puerto vi torear de capote a Rafael de Paula. Fue una revelación. Lo he contado veinte veces, pero la revelación sigue intacta. Viva.

Fue una tarde de agosto en la plaza de delgadas columnitas de forja, aérea y grácil, de El Puerto de Santa María. Dijo una vez Joselito El Gallo que "no ha visto toros quien no ha visto una corrida en El Puerto". Y era sin duda eso lo que me pasaba a mí, que había presenciado corridas en muchas plazas, pero nunca había visto toros: lo que se dice verlos. Toreaban Paula, Galloso y otro que no recuerdo (siempre olvidamos uno de la terna). O, para decirlo con más exactitud, usando la frase consagrada, toreaban "Paula y dos más". Y fue en el cuarto toro, un colorado de Osborne, donde ocurrió el milagro evangélico de mi conversión a la verdadera fe. Al paulismo, sí: pero sobre todo al toreo. Un milagro en creciente, como un río crecido que se hincha hasta que rompe su cauce para inundarlo todo. Una, dos, tres, cuatro verónicas amargas y sonámbulas de Rafael de Paula, que remató con dos medias, una enlazada a la otra, una por cada pitón, como dos súbitas flores inmensas: dos monstruosas flores negras. Yo, transportado, extático, como elevado en el aire (y en torno, todos igual, arrebatados de pronto por un río de tiniebla en medio de una corrida veraniega de calor, de distracción dominical, de previsible tedio), me di cuenta de golpe que hasta entonces no había entendido nada. Me di cuenta de que en el arte del toreo había algo que yo, aficionado viejo pero circunstancial, ocasional, festivo, frívolo, no había visto nunca: un abismo. El pozo negro y vertiginoso de la hondura.

LOS SIETE PILARES DEL TOREO

Antonio Caballero

Editorial Espasa

223 páginas. 12 euros.

Antonio Caballero (Bogotá, 1945) es un prestigioso escritor y periodista colombiano, que ha trabajado en muy diversos medios (The Economist, BBC, AFP, Cambio 16). Su último libro Los siete pilares del toreo se presenta mañana en Madrid. Éste es un extracto del primer "pilar", dedicado a Rafael de Paula.

Veía cómo escurría un sudor frío como agua por la nuca del torero y espinazo abajo
No me ha decepcionado nunca. Me ha hecho gozar, me ha hecho sufrir: gozos y sombras

Paula toreó de capote, dije antes. Luego no hizo faena de muleta (y sólo tiempo después le vería alguna, ya enganchado como estaba al yugo de su toreo mágico). Pero no porque el torero no pudiera esa tarde, como tantas, mantener en erección su propio trance, sino porque no lo pudo soportar el toro. Cerrada en la cadera de luces y azabaches la segunda de las dos medias verónicas sublimes, el animal se quedó quieto y pensativo unos instantes, como reflexionando sobre lo que acababa de vivir, y se echó en la arena. No hubo manera de alzarlo. Estaba, como dicen los facultativos, clínicamente muerto: en el capote del torero se le había roto el corazón, y tuvo que salir el puntillero a darle el golpe de gracia. No había sido capaz de recuperarse del toreo de Rafael de Paula. Ni yo tampoco.

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Desde entonces (esto fue a principios de los años ochenta del siglo ya pasado) siento una especial simpatía por los toros de Osborne, y siempre que los anuncian voy a verlos con un cosquilleo interior de esperanza. Pero debo decir que poquísimas veces han satisfecho mis expectativas (o, si acaso, en rejones). No he vuelto a ver a ninguno capaz de morir de amor, como aquel toro de El Puerto.

Y, a propósito, ¿de qué murió aquel toro? Paula no lo mató con el estoque, como dije: y además, él no mata ni a una mosca. Murió, dijeron entonces los veterinarios de la plaza, de asfixia. No sé qué cosa pulmonar. Ya lo dije: del abrazo sofocante del capote de Rafael de Paula, que lo reventó por dentro. Para referirse a eso hay que citar al poeta Rainer María Rilke, en una de sus Elegías de Duino (y en el caso de Paula, ya lo verán ustedes, me la pasaré citando poetas):

"Si un ángel me apretara contra su corazón / ¿no me desvanecería bajo su existencia demasiado fuerte? / Porque lo bello no es más que ese grado de lo terrible / Que todavía podemos soportar...".

De eso se desvaneció ese toro. Y salió el puntillero, y le abrió en dos el bulbo raquídeo con su puñal de matarife. No merecía esa suerte el nobilísimo animal. Paula contó alguna vez que, en un festival de pueblo, su novillo le había salido tan noble y tan colaborador para su obra de arte que había querido indultarlo, porque lo vio llorar lagrimones de seda y de inteligencia. No se lo permitió el presidente del festejo, y lo hizo matar. Como canta al respecto -más o menos- un romance del medievo castellano, refiriéndose a un ballestero tan necio como ese presidente, y que, por incordiar a un preso, asaeteó una avecica:

Déle Dios mal galardón.

Los toros de Osborne, pues, no me han devuelto el cariño que gracias a Paula les he tenido desde entonces. En cambio, Rafael de Paula no me ha decepcionado nunca. Me ha hecho gozar, me ha hecho sufrir: gozos y sombras. Han sido más las sombras que los gozos, los padecimientos que los placeres, las agonías que los éxtasis. Pero jamás me ha dejado indiferente. Incluso desde antes de la corrida. Reconozco, con rubor, que al ver anunciado a Paula a mí me pasa una cosa como de jovencita, la misma que describe el pasodoble aquel de Francisco Alegre:

"En los carteles han puesto un nombre / Que no lo quiero mirar..."

Anuncian a Paula en los carteles por allá lejos, en el "rincón del Sur", y yo, que vivo en Madrid, atravieso media España al galope (bueno, en tren) para ir a verlo: con terror y con pasmo, sin saber qué va a pasar, agobiado por la angustia racional de lo peor, espeluznado por la esperanza local de lo mejor. O lo anuncian aquí cerca, en la mismísima plaza de Las Ventas de Madrid. O en un festival de corto en Chinchón o en Cubas de la Sagra. Y allá voy, lo mismo. Porque con ese torero no se sabe nunca qué va a pasar. Y eso es lo propio del misterio del arte.

Decía Rafael Gómez Ortega, El Gallo, otro torero gitano a quien a veces visitaba también la inspiración del arte, y a veces el olor del miedo, que un torero es un artista "cuando tiene un misterio que decir, y lo dice". Más adelante volveré sobre eso.

Voy, pues, a ver torear a Paula o a verlo no torear. A verle el genio o a verle la espantá. Y muchas veces le he visto las dos cosas, y también otras más. Le he visto maravillas: en Jerez, en Sevilla, en Madrid. Una vez en Sevilla no le vi nada, ni bueno ni malo, hasta que salió al ruedo de La Maestranza el sexto toro, porque toreaba seis. Una semana antes había ocurrido en Madrid lo del sobrero famoso de Martínez Benavides: había ocurrido, caído del cielo, como un rayo en el azul del verano. Y desde el tendido sevillano alguien le gritó a Paula, que había estado soso e indiferente (soso Paula..., indiferente Paula...): "¡Queremos ver lo del vídeo!" (pues el vídeo de "lo de Madrid" había dado ya la vuelta a la España taurina). Y salió Paula, no porque el grito lo hubiera animado, sino simplemente porque sí, e hizo lo del vídeo.

Pero mejor que lo del vídeo, porque su toreo no "pasa" en un vídeo, ni por televisión, ni en el cine. Yo también le había visto en "'Madrid lo del vídeo", sin vídeo: aquella casi incomprensible -o decididamente incomprensible- faena al sobrero aquel en la que el artista se dio tanto y se vació de sí mismo de tan profunda manera que cuando hubo terminado se tuvo que sentar a descansar en las ancas del toro agonizante, y su respiración de agotamiento se oía desde los tendidos como el fuelle de una fragua, y sus ojos no veían, y la plaza de Las Ventas estaba incendiada de júbilo y como ensombrecida por la sombra gigantesca y terrible de las alas del arcángel de Rilke.

Otra tarde, en una Feria de Sevilla, vi a Paula darle cuatro naturales de ensueño (quiero decirlo literalmente: cuatro naturales oníricos) a un toro al que había entrado ya a matar, o mejor, tratándose de él, a pinchar. Cuatro naturales de muñeca y cintura desgarrada a un toro que tenía media estocada en el cuerpo, pero no quiso estar por debajo de su obligación artística y se los dejó dar, aprovechando el temple de su propia agonía. Me contaron que otra vez, en El Puerto o en Sanlúcar, Paula había hecho lo mismo con otro toro ya matado, pero no muerto todavía. Y que el toro, ya matado, se había dejado torear un poco más.

Digo que también he visto a Paula no torear. Y no intentarlo siquiera. Ante una plaza de Madrid encrespada de odio en el año 1997, cuando se negó en redondo a darle un solo muletazo a un toro castaño encendido, y fue dejando que cayeran de arriba uno tras otro los tres avisos de clarín que se lo enviaban de vuelta a los corrales. Erguido, solo en la mitad del ruedo, lejísimos del toro, de corinto y azabache, con la muleta rozando la arena, ni indiferente ni desafiante, sino entregado al destino como un filósofo estoico. Y lo vi igual en la plaza ensordecida y zafia de Alcalá de Henares, lleno de miedo él, llena de rencor ella contra un artista abandonado por su arte. Yo estaba en una barrera y veía cómo escurría un sudor frío como agua por la nuca del torero y espinazo abajo por su taleguilla, y me sentí obligado a decirle: "No pasa nada, maestro". Pero no era eso lo que quería decirle, porque Rafael de Paula no tiene nada de maestro: esa palabra que se usa en el mundo de los toros tan frívola, tan rutinariamente. Paula no es un maestro, siendo el mayor de los artistas, porque no sabe lo que enseña: enseña sin saberlo. También sobre esto, como sobre lo del misterio, volveré más adelante.

Otra tarde lo vi en un festival, no recuerdo en qué pueblo de Andalucía. Toreó, quiso matar. Quiso cuadrar correctamente al novillo: como si pudiera o debiera o supiera cuadrar correctamente a un toro para la muerte ese genio del arte analfabeto del toreo que es Rafael de Paula. El novillo descolgaba el cuello y la cabeza, tapándose la muerte. Paula alzaba la muleta, señalándole su deber de toro bravo. El novillo miraba arriba, y volvía a inclinar la cabeza.

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