Callejón casi sin salida
Con la guerra, nos encontramos ante un caso de divorcio extremo de la opinión de los representantes y representados
La decisión del Gobierno de España de acompañar a los gobiernos de los Estados Unidos y del Reino Unido de la Gran Bretaña para retirar el proyecto de segunda resolución y renunciar, por tanto, a la cobertura del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para la invasión de Irak, además de las consecuencias que pueda tener para la posición internacional de España en general y en el ámbito de la Unión Europea en particular, nos está metiendo en un callejón político de muy difícil salida.
No hay ningún sistema político que no se resienta cuando el Gobierno y la mayoría parlamentaria que lo apoya vulneran la legalidad internacional y ponen en práctica, en una cuestión de importancia decisiva, una política que está en contradicción con la opinión de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Esto está ocurriendo en grado superlativo con la invasión de Irak. De acuerdo con los resultados de todos los estudios de opinión, desde el del CIS hasta el del Instituto Opina para EL PAÍS y la SER o el de Sigma Dos para El Mundo, el porcentaje de ciudadanos que consideran que la guerra es ilegal e inmoral oscila entre el 80% y el 90% y el de los que están en contra de la guerra es superior al 90%.
Cuando se produce una coincidencia tan absoluta en los resultados de las distintas firmas que han hecho los distintos estudios y cuando los resultados son tan rotundos como los que estamos comentando, es evidente que el margen de error es irrelevante. Contra la guerra está prácticamente todo el mundo en España. No hay nadie que entiend0a por qué se ha puesto en marcha y, en la medida en que se entienden las razones por las que puede haberse tomado la decisión, se está en contra de ellas.
Nos encontramos, pues, ante un caso de divorcio extremo de la opinión de los representantes y la de los representados y ante una quiebra, por tanto, del carácter representativo del Estado. El presidente del Gobierno, José María Aznar, y su ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, están tomando decisiones en nombre de los ciudadanos españoles, con las cuales dichos ciudadanos no están de acuerdo. Y no las están tomando en un asunto cualquiera, sino en un asunto en el que lo que está en juego es la vida o la muerte. España como país es cómplice en este momento de las acciones bélicas que se están llevando a cabo en Irak, independientemente del número de efectivos que tengamos destacados en la zona. Y en la medida en que el Gobierno de la nación lo es de todos los ciudadanos y no solamente de los que lo votaron, todos compartimos objetivamente esa posición de complicidad.
Ésta es la razón por las que las protestas están siendo masivas y reiteradas. "No en nuestro nombre". Jurídicamente no podemos evitar que el Gobierno y la mayoría parlamentaria del PP decidan por y contra nosotros. Al menos hasta la próxima convocatoria de elecciones generales. Pero, justamente por eso es por lo que, política y moralmente, estamos obligados a hacer público nuestro rechazo a la guerra y a la acción de Gobierno en la misma. Con las manifestaciones y con los diversos actos de protesta que están proliferando por toda la superficie de la sociedad española no estamos solamente ejerciendo un derecho fundamental, sino que estamos en cierta medida cumpliendo una obligación. El silencio en este caso sería un silencio cómplice.
Cuanto más ejercemos los ciudadanos nuestro derecho/obligación, mayor es la soledad del Gobierno y de la mayoría parlamentaria del PP y más insoportable resulta la acción de gobierno, incluso para el presidente y los ministros. El mero transcurso del tiempo hace aumentar la falta de legitimidad del Gobierno. Cada día de guerra es un obús a la legitimidad del Gobierno del PP. De ahí la crispación y la agresividad con la que actúan, cogiendo el rábano por la hojas, como vulgarmente se dice, e intentando criminalizar a los partidos de la oposición por unas conductas que deberían haber sido evitadas por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, que para eso están.
No solamente se está produciendo una ruptura de todos los puentes entre las distintas fuerzas políticas, sino que se está produciendo una ruptura entre el Gobierno y la Nación. En el asunto más decisivo de la vida política en este momento, el Gobierno va por un lado y la Nación por otro. Y sin que parezca que el divorcio vaya a corregirse, sino todo lo contrario.
Una vez que esto ocurre es difícil mantener operativas las reglas del juego democrático, que admiten que se produzcan desviaciones entre la posición del Gobierno y de la mayoría parlamentaria y la de la opinión pública, pero que difícilmente toleran que se produzca una contradicción absoluta y en un asunto de vida o muerte. La mayoría de la opinión pública puede no compartir un determinado proyecto de ley, como el de calidad de la enseñanza o el decretazo, pero el que el Gobierno y su mayoría parlamentaria lo aprueben no afecta a la integridad de las reglas del juego. Desviaciones de ese tipo no es infrecuente que ocurran en todos los países democráticos en casi todas las legislaturas. No suelen afectar a la estabilidad del sistema político.
Pero cuando lo que se produce no es una desviación sino una contradicción total y absoluta entre los representantes y los representados, es la propia regla de juego de la democracia la que se resiente. La mayoría parlamentaria está en las antípodas de la mayoría de la sociedad y, en consecuencia, los ciudadanos tienen dificultades prácticamente insuperables para aceptar lo que en su nombre se decide. Si la guerra se prolonga, me temo que nos vamos a encontrar en un callejón casi sin salida. Las condiciones de las próximas campañas electorales pueden ser terribles.
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