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A pie de Obra | TEATRO
Columna
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Otro regalo: 'Romeu i Julieta', en el Lliure

Marcos Ordóñez

Uno. Romeu i Julieta en el Lliure, en versión de Miquel Desclot, dirigida por Josep María Mestres. Nueva valoración (o relectura, o como quiera llamársele) de la obra. Durante mucho tiempo pensé (y escribí) que los amantes buscaban, en cierta manera, la muerte, que se abocaban hacia la muerte por una especie de bovarismo, un empacho de amor cortés, novelesco; que podría hablarse de un "mal de la juventud", un nihilismo profundo, à la Wedekind, del mismo modo que la Duras hablaba de una maladie de la mort. Ahora no estoy tan seguro, y conozco la razón. Por primera vez en mucho tiempo, la tragedia me ha conmovido totalmente. La he visto clara, limpia, y perfectamente delimitada, sin necesidad de rastrear freudismos o segundas realidades. La he visto, digamos, bajo una nueva luz: la luz del amor infinito, de la epifanía del amor truncado por un azar funesto, sin más. Es decir, que no me he visto obligado a "pensar" en trastiendas: he sentido, como cuando era niño y recibía una narración pura. Miento: ya sentí algo parecido ante la película de Baz Luhrmann, con Di Caprio y Claire Danes, la mejor versión posible. Tendemos (tiendo) a buscarle pegas y segundas lecturas a esta tragedia porque nos sobrepasa: la epifanía es demasiado intensa, y sus protagonistas demasiado jóvenes y demasiado puros. No podemos asumirla; nos revolvemos intelectualmente ante ella como ante el cadáver de un niño en un bombardeo. Hace un instante sus ojos brillaban y él giraba feliz, como un perro descubriendo el mar, y de repente sus ojos están vacíos y secos para siempre: es la muerte azarosa de la inocencia lo que nos resulta insoportable.

Hay grandes, enormes, generosas interpretaciones en la obra dirigida por Josep María Mestres

He tenido, sin embargo, problemas de "recepción": la Julieta de Marta Marco. Excelente actriz, sin duda, con buena dicción, con buena técnica, pero tarda en encontrar el sentimiento, o yo en vérselo. Obviamente, la actriz que interprete a Julieta no puede tener 14 años, como pide el texto. Pero, durante toda la primera parte, veo a una actriz demasiado "madura" tratando de "parecer" una adolescente. Quizá falte sensualidad, quizá haya un excesivo brillo de inteligencia en sus ojos, como si estuviera "por encima" del papel. Más Julia Roberts que Claire Danes, para entendernos. Hay un contraste claro entre el angelismo conmovedor de Romeo (Quim Gutiérrez, uno de nuestros mejores actores jóvenes). Quim Gutiérrez hace algo, al principio, que tampoco nunca había visto: insufla un aire hamletiano a su personaje. Como si ironizase levemente (por confusión, por miedo) ante esa retórica amorosa que le posee en su primer amor por Rosalina, hasta que conoce a Julieta y vemos cómo todas sus barreras "intelectuales" se derrumban. En la segunda parte, cuando el amor se ha desbordado (y está condenado), mis reparos hacia el trabajo de Marta Marco se esfuman: hay un silencio enorme en toda la sala, no queda un maldito ojo seco. Hay pequeños problemas en este montaje: un cierto juego antiguo, leve pero molesto, en Ricard Borràs y Jaume Comas, papá Capuleto y papá Montesco (o Montagut, en catalán). Y algún grito, y alguna carrerrilla verbal innecesaria en el arranque de Samsó (Xavi Ricart) y Gregori (Eugeni Roig), pero el nivel general es impresionante.

Dos. Josep María Mestres no ha "actualizado" o "recontextualizado" la tragedia. Hay un vestuario contemporáneo, nada más. Y un columpio para Julieta, y un caballo, quizá innecesario pero muy hermoso, que monta el Príncipe (Pere Eugeni Font). El escenario, entre columnas, espléndidamente iluminado por Xavier Clot. Y música original, muy cercana a Mompou y Satie, interpretada al piano por Lluís Vidal, el director de la orquesta del Lliure: muy sutil, muy bien colocada, creando climas sin subrayar ni cubrir.

Y grandes, enormes, generosas interpretaciones. He hablado de la pureza y la convicción que exhala Quim Gutiérrez, que a ratos recuerda, en su sinceridad y su entrega, al jovencísimo Lluís Homar de los inicios del Lliure, aunque a veces se enfarfulla un poco al hablar, y de la pasión incontenible y el dolor de Marta Marco en la segunda parte. Pero tenemos también un Mercutio arrasador, impresionante, casi un doble de Tim Curry: Julio Manrique. Un Julio Manrique que es una dinamo de vitalismo enfermo de ansiedad, que sabe ser obsceno y refulgente de ingenio, que canta (Via con Me, de Paolo Conte), que se desborda sin jamás perder el control. Shakespeare hizo bien en matarle al final de la primera parte: Mercutio hubiera robado la obra, como Falstaff se la robó al príncipe Enrique. No quisiera ser injusto con este reparto -el sulfúrico Tibald de Ferran Carvajal, el enternecedor fool que compone Guillem Motos, el impecable Benvolio de Manel Sans-, pero casi les diría que vale la pena ir al Lliure tan sólo por disfrutar del trabajo de Julio Manrique, que está llamado a ser uno de los grandes. Los otros regalos de este espectáculo son Pep Anton Muñoz, un Fra Llorenç convincente y ajustadísimo de principio a final, doloroso paradigma del hombre de bien que desata, ingenuo, la tragedia: hace tiempo que no veía a este actor tan sobrio, tan verdadero. Y, por último pero nunca en último lugar, la Dida, la nodriza de Teresa Lozano, esa extraña criatura: una gigantesca cómica de la vieja escuela, actriz-fetiche (de Lluís Pasqual, entre otros), que imanta la atención de todas las escenas en las que aparece; una actriz italianísima, napolitana (es decir, valenciana, mediterránea hasta la médula), que sabe ser celestinesca, con todo su cuerpo exhalando vida y humor y amor, una hija de Totó y Milagros Leal, descoyuntada, clavando desde el retruécano más recontraisabelino hasta la frase más aparentemente banal, y que, como Pep Anton Muñoz, sabe mostrar cómo su mirada y su cuerpo son sorbidos poco a poco, implacablemente, por las aguas de la tragedia inminente. Gran espectáculo.

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