Teléfono rojo: Volamos hacia Irak...
"DESPUÉS DE TODO, seamos realistas: no vamos a iniciar una guerra nuclear sin ninguna justificación". La frase, rebosante de actualidad, no pertenece al millón de afirmaciones similares que, repetidas hasta la saciedad, se han hecho llegar estos días a nuestros gobernantes, en un desesperado intento por evitar lo inevitable.
Se cumplen 30 años del estreno de una de las obras maestras del singular Stanley Kubrick, Teléfono rojo. ¡Volamos hacia Moscú! (Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1963), un irónico alegato pacifista inspirado en la obra Red Alert, de Peter George.
En el filme, ambientado en plena guerra fría, Jack D. Ripper (literalmente, Jack, el Destripador) es un general americano obsesionado por el temor de que los soviéticos estén controlando la fluorización de las aguas potables de Estados Unidos. Para neutralizar al enemigo comunista, decide por su cuenta y riesgo (¿les suena familiar?) enviar una horda de 34 bombarderos B-52, equipados con ingenios nucleares, con una potencia total de 50 megatones, a lanzar su carga letal sobre diversos objetivos ubicados en la hoy extinta Unión Soviética.
Su arenga para con las masas no deja lugar al equívoco: "Al comunista no le importa nada la vida humana, ni siquiera la suya" (sic). Tras sellar la base aérea de la que han partido los B-52 y neutralizar por completo las comunicaciones, decide extremar la vigilancia ante un posible ataque, al grito de "en caso de duda, disparen primero y pregunten después".
El filme, que hace especial hincapié en lo absurdo y arbitrario de la guerra, se ha erigido en la película de guerra nuclear más influyente de la historia, con ese arquetipo de científico loco encarnado por el ficticio Dr. Strangelove (Peter Sellers, en uno de los diversos papeles que representa en el filme).
A caballo entre científico y estratega, y perpetuamente relegado a una silla de ruedas, Strangelove combina, en opinión de Roslynn D. Haynes (autora del libro From Faust to Strangelove. Representations of the Scientist in Western Literature, 1994), la esencia del científico carente de emociones, desprovisto de cualquier atisbo de humanidad, y un híbidro, un cóctel macabro de científico loco y estadista, moldeado a la sombra de figuras como Henry Kissinger o los físicos Otto Hahn y Edward Teller (padre éste de la bomba de fusión termonuclear).
El filme aborda el complejo compromiso ético de los científicos que participan en los programas de desarrollo de armas de destrucción masiva (ya saben, esas que "se supone" que tiene Irak y que constituyen un "serio" peligro para la humanidad) y muestra al espectador los complejos entresijos de la llamada carrera de armamento.
Quién sabe, quizás dentro de algún tiempo, cuando el llamado Eje del Mal haya sido convenientemente neutralizado y no queden excusas para invadir paraísos petrolíferos como Irak, algún realizador nos brinde una versión de otra sátira antibelicista, la impagable The Atomic Café (1982), duro alegato contra los excesos de la propaganda norteamericana en los años posteriores a Hiroshima (desde anuncios comerciales de refugios antirradiación para toda la familia, a la forma más variopinta de apología del holocausto nuclear).
Entre los momentos álgidos del filme, brilla con luz propia la muy particular opinión del general Paul Tibbetts, piloto del tristemente célebre Enola Gay (el avión que un 6 de agosto de 1945 arrasó Hiroshima con el lanzamiento de la primera bomba atómica de la historia, un artefacto de unos 12 kilotones bautizado como Little Boy), que no tuvo reparos en afirmar que "Hiroshima ofreció un experimento de cátedra para determinar el daño producido por las bombas atómicas". Parece que el catedrático Bush se ha empeñado en corroborar tal juicio lanzando una andanada de bombas sobre la otrora mítica y exuberante Bagdad. Esperemos que el suplicio de inocentes no dure mil y una noches...
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