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Columna
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La guerra

Cuesta decirlo, pero la guerra es lo más excitante que hay. No todas las guerras son iguales, naturalmente, pero participando Estados Unidos se garantiza un gran aporte de productividad psicológica, simbólica y social. Gracias a la guerra de Irak puede que ese país quede devastado por completo, pero, ¿puede compararse la pérdida de su miseria con los beneficios de diverso orden que actualmente se generan en la comunidad internacional? La especie humana en conjunto, traducida en televidentes, ha visto incrementado de súbito la atracción de la pantalla, el interés de sus vidas, la amenidad del hogar. Parejas que habían agotado su comunicación, enteras zonas rurales que dormitaban ante los talk shows, empleados que no hallaban sentido al despertar, reciben, gracias a la guerra, una tonalidad imprevista, sembrada de sentido y sentimentalidad. ¿Qué decir, además, de los medios de comunicación, base de nuestras vidas? En los medios, una guerra con Estados Unidos al frente significa una orgía profesional, la gran ocasión de que todos los enviados sean especiales; todas las noticias, candentes; cualquier número, un hito. Sucede también con las ciudades. Capitales famosas convertidas hoy en meros centros turísticos, triviales parques temáticos o aburridas sedes políticas, adquieren vigor revolucionario e insurgente gracias a las manifestaciones pacifistas que gritan "no a la guerra" como si en ello se revelara milagrosamente la oculta razón de ser. Una guerra espectacular, a cargo del país más espectacular, provee réditos espectaculares; hace recaer en cuestiones profundas, favorece los vínculos interraciales, desarrolla la piedad, fomenta la autoestima. Puede que los países atrasados no sean capaces de procurarnos ordinariamente otra cosa que sucias materias primas, pero cuando se trata de una guerra con Estados Unidos su remesa de artículos morales alcanza un incalculable nivel. Acaso Irak no fuera nada para Occidente desde el punto de vista espiritual y sólo un gran pozo de gasóileo en lo material. Ahora, sin embargo, proporciona ininterrumpidamente, en vitud de la guerra, el chorro vital más caliente, caudaloso y excitante que se había conocido hasta el momento en la fría edad de la información.

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