Un Calder de muy alto vuelo
El Museo Guggenheim de Bilbao presenta a partir del lunes una muestra monográfica sobre la obra del escultor norteamericano Alexander Calder, uno de los nombres básicos de la vanguardia del siglo XX. Con 65 esculturas procedentes de museos y colecciones, tanto de Europa como de Estados Unidos, la exposición permanecerá abierta al público hasta el 7 de octubre.
Anunciada, y luego aplazada, en varias ocasiones dentro de la programación del museo para las últimas temporadas, llega por fin a Bilbao esta anhelada muestra sobre la escultura de Alexander Calder. Nacido en Lawnton, Pensilvania, en 1898 y formado inicialmente como ingeniero, Calder se decantó sin embargo bien pronto por la creación plástica, trabajando primero como ilustrador en el Nueva York de mediados de los veinte. En 1926 viaja a París, atraído, como tantos otros artistas americanos de su generación, por la que era entonces metrópoli por excelencia de la modernidad. Las sucesivas estancias en la capital francesa, en la que estará prácticamente afincado al concluir la década, propiciarán su contacto con los círculos de vanguardia, así como el tránsito desde una temprana inclinación hacia la pintura a la definitiva vocación de escultor. El arranque de la producción escultórica en el tercio final de los veinte gira en torno a la elaboración de retratos y figuras animales, delineados en alambre o edificados con maderas y hojalata, etapa que alcanza su configuración más sofisticada con el ciclo del circo, conjunto de personajes arquetípicos, en muchos casos ingeniosamente mecanizados, que el propio Calder animaba en un inefable espectáculo que hizo furor en los enclaves vanguardistas de la época.
El diálogo entre la ensoñación ingrávida de la escultura de Calder y la arquitectura de Gehry alcanza inusitada intensidad
Pero no será de hecho hasta el otoño de 1930, a raíz de una legendaria visita al estudio de Mondrian -en la que, fascinado ante el léxico neoplasticista de los cuadros que le muestra su anfitrión, expresará el deseo de dotar de movimiento a aquel ortogonal-, cuando comience a germinar la dicción definitiva que orientará la plenitud de su escultura. Esbozada primero en las tentativas correspondientes a los años de su participación, junto con el propio Mondrian, Van Doesburg, Arp, Delaunay o Pevsner, en las actividades del grupo Abstraction-Création, concretará ya hacia 1932 sus dos vertientes fundamentales, la de los móviles, en terminología sugerida por Marcel Duchamp, y la de los stabiles, bautizados así por Arp. Mundos complementarios, de simetría inversa, en ambos se realizan aspiraciones clave en el destino contemporáneo de la escultura: las de la incorporación del movimiento, la abolición del dictado de la gravedad y el vuelo, o la obra abierta a un proceso de mutación inacabable, en el primer caso; la construcción articulada por la plancha de hierro, capaz de resonancias insondables. Junto a ello, dos influencias determinantes contribuirían a culminar esa metarfosis que Calder destilará en un idioma irrepetible y definitivamente propio. Vinculadas ambas a ese territorio permeable entre dadá y abstracción, serían ante todo las simientes del mencionado Arp y de nuestro compatriota Joan Miró, detonante principal, este último, de los múltiples vínculos que unirían a Calder con nuestro país, cuya expresión más emblemática se sitúa en la célebre "fuente de mercurio" que acompañaría al mironiano Campesino catalán, la Montserrat de Julio González y al Guernica de Picasso, entre los referentes simbólicos del Pabellón de la República Española de la Feria Internacional de París de 1937.
Es en todo caso, la muestra del Guggenheim, una iniciativa altamente pertinente, y no sólo por lo que pueda afectarnos en un sentido más particular, dados los notables lazos que el escultor mantuvo con España, sino por una razón de alcance más sustantivo. Ante todo por que casi tres décadas después de su muerte en 1976, la talla de Calder no ha dejado de acrecentarse frente a la criba del tiempo, ese "definitivo veredicto de la posteridad" del que habla Duchamp, y que lo ratifica como una de las figuras en verdad mayores en el arte del siglo XX. No es, claro está, algo que no supieramos. Aun así, pese al extenso reconocimiento que tuvo en vida o la extraordinaria popularidad alcanzada por su obra a partir de los cincuenta, queda a menudo la sensación de que la fortuna crítica no siempre ha atinado a darle una ubicuación acorde a su importancia. Y a ello contribuyó sin duda una estereotipada percepción de la candorosa personalidad atribuida al escultor o de las vertientes lúdicas de su trabajo.
De ahí, a mi entender, el excelente acierto de la orientación dada al proyecto por la comisaria de la muestra, Carmen Giménez, al plantear una selección de piezas que, a diferencia de aquel polimorfo Universo de Calder ideado por el Whitney que recaló en el IVAM en 1992, elude determinadas derivas del hacer del artista -como la producción inicial, que culmina en el fascinante microcosmos del circo, o los diseños de joyas-, para centrarse, hasta desnudar su raíz, en las claves esenciales de la aportación escultórica de madurez. Y no por que buena parte de lo omitido no sea a su vez obra mayor, sino en la idea de que esa disección de las tipologías vertebrales definitivamente asentadas por su sintaxis permite una clarificación más precisa de la contribución de Calder al devenir de la escultura contemporánea.
Partiendo así de las tentativas
germinales asociadas a la etapa de Abstraction-Création en el inicio de los treinta, el itinerario de la muestra recorre pormenorizadamente la evolución de las morfologías básicas desarrolladas por el artista en torno a las constelaciones, los móviles y los stabiles. Y el ordenamiento dibujado por ese mapa del Calder esencial nos permite descubrir -a través de los múltiples mestizajes propiciados a partir de la tríada elemental, en la decantación de las modulaciones asociadas a la primacía de lo curvo o lo poligonal, en el registro sonoro incorporado por los gongs- la espectacular e insondable riqueza visionaria que bulle en su escultura. Una revelación, en todo caso, que alcanza plena elocuencia con el deslumbrante diseño de montaje ideado por Juan Ariño y que reserva, a la par, la mayor sorpresa al visitante de la exposición. Me refiero, claro está, al fascinante diálogo que se establece entre la ensoñación ingrávida de la escultura de Calder y la arquitectura de Frank Gehry, una complicidad sin duda presumible a priori, pero que difícilmente dejaba sospechar que alcanzara a la postre tan inusitada y fecunda intensidad, en el que, a todas luces, es el ritual más emocionante celebrado hasta la fecha en la proverbial inercia espectacular del museo bilbaíno.
Calder. La gravedad y la gracia, patrocinada por el BBVA, irá después al Museo Reina Sofía de Madrid. Del 18 de noviembre al 18 de febrero de 2004.
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