Primaveras
El cronista busca por la ciudad un tema a la medida de su crónica, un tema que no sea el tema que le tiene obsesionado, a él y más de la mitad de la población mundial, se supone, pero el tema, el monotema le sale al encuentro por todas las esquinas de la realidad. Después de las navidades sucias de chapapote, con la amenaza aún a flor de costa y en los fondos marinos, tendió su larga sombra un largo invierno prebélico, una marea aún más negra surgida de las negras entrañas de la Casa Blanca, teñida también de petróleo y dólares, una marea que anuncia a toque de tambor y de corneta que la guerra empezará en primavera.
La primavera, ahí tiene usted un tema para su crónica, susurra dentro de mi oído el otro que siempre me acompaña, mi doble interior, al que todavía no le permito el tuteo porque sigo desconfiando de él después de tantos años. A veces pienso que es ese niño que dicen que todos llevamos dentro, pero otros días, como hoy, creo que se trata de un viejo cascarrabias escéptico disfrazado de niño. La sugerencia para escribir sobre la primavera no ha sido la de un niño ingenuo, he creído percibir en ella un cierto retintín, un punto de ironía, el eco de la voz de un provecto y desmotivado profesor de literatura que mi otro y yo compartimos cuando éramos niños aún por dentro y por fuera: "Tema de redacción, la primavera" pronunciaba con voz campanuda el enseñante como si se tratara de una gran idea, de una ocurrencia genial, de un momento de inspiración que sólo le llegaba estacionalmente, seis meses antes habíamos redactado sobre el otoño y tres meses después sobre el invierno.
Mi interlocutor interno recuerda tan bien como yo el bochorno que sufrí cuando el maestro seleccionó mi redacción, calificada con sobresaliente, para leerla en voz alta ante la clase. Cualquier lectura pública arrastraba ya sus dosis de pitorreo, las risitas sofocadas en el aula y los cogotazos y burlas sangrientas a la hora del recreo, pero es que, además, aquella redacción era lamentable y yo lo sabía porque después de ver cómo habían sido recibidos ciertos rasgos de humor en anteriores redacciones, las de otoño e invierno, y con el fin de obtener mejores notas, había acumulado en un par de cuartillas los más espantosos tópicos sobre la estación florida.
Por entonces ya sabía que hasta los poetas abominaban de la primavera, que había que ser muy mal poeta, o un excelso vate, para escribir la palabra primavera sin ruborizarse. Si hoy me tocara escribir acerca de la primavera en aquella clase creo que me limitaría a escribir: "Cuando se despertó la primavera aún seguía allí" y por supuesto me suspenderían porque para aquel viejo profesor, incluso don Benito Pérez Galdós era un autor demasiado moderno y excesivamente realista, al que no se podía comparar con don José María de Pereda, o don Juan Valera.
Claro que para rellenar más espacio y sacar nota tendría que añadir algo más: escribir sobre la primavera en Madrid, es llorar, porque en primavera las alergias se disparan, lo dicen los periódicos todos los años por estas fechas. De las páginas literarias de los diarios, la primavera ha pasado a la sección de Salud, ya no se habla de rosas y azucenas, sino de polen y gramíneas, y palabras como acacia o álamo ya no tienen resonancias poéticas, sino médicas, porque son una amenaza en potencia.
Y lo más terrible es que estas cosas sucedan en Madrid en primavera porque, como se han hartado de proclamar autorizados autores sin que nadie les lleve la contraria, en Madrid la primavera, como estación, no existe, se trata de una falsa y fementida primavera cómplice del invierno que sólo ha efectuado una retirada estratégica. Primavera tramposa que atrapa a los incautos con sus gracias y horas más tarde congela sus esperanzas. En el Madrid de asfalto y de semáforo muchos ciudadanos perciben que ha llegado la primavera, porque les empieza a gotear la nariz o porque se lo soplan en una valla publicitaria unos grandes almacenes.
Si hoy volviera a escribir sobre la primavera, tal vez diría esto: Ha llegado la primavera, en un parterre de los jardines de La Moncloa, el presidente Aznar riega su flor favorita, su pensamiento único.
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