La muerte o la vida
El último discurso del presidente Aznar ante el Congreso de los Diputados fue un helado mensaje de guerra y de muerte. Había exigido de sus huestes un voto de adhesión que se expresara no en conciencia, sino a conciencia. El sí monolítico logrado del escuadrón de la muerte y de la guerra tenía dos destinatarios: el pueblo iraquí y el socialista Rodríguez Zapatero. Los aplausos y risas que corearon el envite guerrero celebraban la victoria arrasadora del ejército nacional sobre el líder de la paz, sobre el no violento que por pura ética y simple humanidad se oponía a una guerra injusta, cruel e ilegal en nombre de millones de ciudadanos. Me viene a la memoria aquel chiste de las hienas, en el que no se sabía de qué se reían. Pero el resto del hemiciclo no rió. Con gran dignidad se sumó a la derrota de la paz y de la vida. Por un momento visualicé esas dos Españas que algunos creíamos ya fundidas por el abrazo democrático: la legionaria que grita ¡viva la muerte! y la pacífica que clama, con su ¡no a la guerra!, un valeroso ¡viva la vida! Como un símbolo estremecedor, la guerra imperialista de los halcones yanquis -como, ayer, la del nazifascismo- se revelaba en una guerra psicológica entre españoles,provocada por idéntica mentalidad maniquea y belicosa; aquella que en 1936 vio la destrucción absoluta del contrario como rotura necesaria de un insoportable espejo denunciador de su miseria moral.
El origen histórico de esa necesidad de suprimir al otro, al diferente, al que no es ni piensa, cree o actúa como uno, se halla en el fanatismo fundamentalista del cruzado, pero, sobre todo, en la doble moral que las conversiones forzadas al catolicismo político español impusieron a sus víctimas, convertidas éstas, por temor, en los fieles más intransigentes, los perseguidores más crueles y los delatores más arteros. Aunque la raíz psíquica del sentimiento homicida es más universal. Dar la muerte a quien con su ser o hacer nos interpela éticamente y pone de manifiesto nuestra miseria es la única forma de negar del todo nuestra conducta culpable. Proyectamos la culpa en el otro, y con su muerte la matamos también a ella. Al acabar con el mal nos convertimos en hacedores del bien. El odio al otro nos permite por fin amarnos pese a nuestra miseria.
Esa fue la terrible lección que aprendimos de la guerra incivil de 1936 a 1939 y del terrorismo gubernamental que se practicó durante una larga posguerra sobre tantas personas que defendieron al Gobierno republicano legitimado por el pueblo, las libertades básicas, la democracia,el autogobierno de las nacionalidades y los derechos de obreros y campesinos, o simplemente no se adhirieron a los provocadores de la guerra. La consigna oficial fue desde el principio de la rebelión armada barrer de la faz de España a quienes creían en los grandes ideales humanos. Por eso perdimos para siempre a los mejores en todos los ámbitos, muertos, exiliados, encarcelados de por vida, desmoralizados por el horror. El clamor del presidente republicano Manuel Azaña pidiendo el fin de la guerra, la paz, la piedad y el perdón mutuo, fue tan dolorido como inútil. Tuvieron que ser los hijos y los nietos de las víctimas quienes por amor a la vida futura, a la paz duradera, al nunca más de la guerra incivil, mostraran piedad por los verdugos y sus descendientes y los perdonaran. Fueron los demócratas perseguidos los que, por serlo, amnistiaron a los que no lo eran y llegaron incluso al olvido, más tarde reparado, de la mínima reparación exigible: no perder la memoria de las víctimas, rehabilitarla ante los ignorantes y agradecer públicamente su injusto sacrificio.
No por azar ha resurgido esa memoria entre jóvenes historiadores. En los últimos años de gobierno en España se ha ido creando en el inconsciente colectivo, cada vez más consciente, una inquietante sensación de que el espíritu de guerra civil mantenido vivo por Franco durante ocho lustros no sólo no ha desaparecido, sino que vuelve amenazante como un fantasma. El trato despectivo, injurioso, mendaz y de baja estofa que han recibido a menudo los discrepantes del discurso único oficial; el abuso inconmovido de una legitimidad electoral que no daba permiso para todo, y menos licencia para matar; las soluciones drásticas a los problemas de la convivencia en nombre de la seguridad (¿de quién?) ejercitando medidas coactivas y, muchas veces, violentas y contrarias a los derechos humanos, han despertado la sensibilidad de una gente que estaba envilecida por la telebasura y acogotada en su economía familiar. Una vez más, obreros, estudiantes, intelectuales, artistas y la juventud de menor edad se han puesto en pie de paz y de protesta. Las manifestaciones contra la guerra de Irak y contra el abuso que un solo partido hace de su mandato para propugnarla con más fiereza que el propio norteamericano que encabeza el desastre son la más clara expresión de que, pese a los violentos, hay una España que no ha perdido su humanidad, su conciencia ética y su sentido común en favor de la vida.
La guerra y la paz, externa e interna, tienen sus paladines públicos y notorios. ¿Para qué decir nada ya del de la guerra? Nadie se oyó decir tanto desde Franco. Pero sobre el adalid de la paz se han vertido todas las injurias, calumnias y desdenes que el odio culpabilizador suele emplear para romper el espejo que desenmascara a los tartufos de gesto beato y corazón de hielo. José Luis Rodríguez Zapatero ha tenido un coraje inédito en la historia política reciente de España. Ha desoído los cautos avisos del pragmatismo y, como hizo en la huelga general de los trabajadores, ha defendido convencidamente el no a esta guerra, aunque sea permitida por un Consejo de Seguridad cuyos miembros pueden estar comprados o amenazados con represalias de toda índole. Rodríguez Zapatero sí actúa y vota en conciencia: la misma conciencia de la gente de este país. Pero con ello no hace más que expresar en política internacional su convicción de que, frente al estilo bronco, ladino y malévolo de sus rivales, es necesaria la serena corrección respetuosa cuando se ejerce con firmeza y justicia el papel de una oposición leal. De ese modo la misma gente sabe que su democracia tiene un valedor frente a quien la manipula en su personal provecho.
Frente al ¡viva la muerte! legionario, que niega el mandamiento bíblico, y ahora papal, de "no matarás", confirmando así el ateísmo práctico de ciertos católicos más papistas que el Papa, pero menos que él cuando conviene, se alza el ¡viva la vida! de los no violentos, justo porque no han olvidado que la dictadura franquista se erigió sobre un millón de muertos en la guerra y la posguerra inciviles. Hoy se niegan a compartir o a ser víctimas de ese odio patológico que durante unas horas flotó como un fantasma agorero en el Congreso de los Diputados.
J. A. González Casanova es constitucionalista.
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