La ley de Blasco
Rafael Blasco tiene la biografía política más larga de la Comunidad Valenciana desde la transición. También, acaso, la más literaria, y ello porque el primer Blasco público fue un activista entre parisino y de La Ribera, militante del FRAP y radicalizado hasta el penúltimo límite. Luego este Blasco guevariano y preconstitucional mudó de sueños para construirse como hombre de la socialdemocracia, con algunos brillos nacionalistas y todo ello sobre un fondo de pacífico hedonismo mediterráneo.
Con los socialistas fue consejero (y mentor) de la nueva Administración Pública, para subir después a la resbaladiza cumbre de la COPUT, ese gran departamento de obras y carreteras, de la vivienda y el urbanismo, y del opaco sector del transporte. En aquel destino mandó y disfrutó mucho, pero también allí fue donde cayó derribado por el dedo de su jefe. A partir de esa desgracia arranca un tramo lóbrego (de nuevo literario) en el que se sucedieron las acusaciones y la venganza, la absolución y el olvido.
Mas ahí no terminaba todo, recomenzaba. Por eso, tras oscuros años y acercamientos, Blasco reapareció como un involuntario émulo del chino Deng Xiaping, pues superó la purga de sus correligionarios y volvió al poder, a otro poder, precedido de brumas y eficacias, no en vano fue el gran muñidor de las victorias del PP en el 95 y el 99.
Fue después de estas glorias cuando pusieron en sus manos, dicen que para oscurecerle, la consejería más ardua: esos Asuntos Sociales donde se palian los grandes problemas de la drogadicción, la tercera edad, la marginación, la violencia de género o los niños abandonados. Y es en el seno de ese mundo precario donde Blasco logró hace algún tiempo la legalización de las parejas homosexuales y donde últimamente redactó el borrador de una ley que establecía la paridad de hombres y mujeres en un sinfín de órganos de decisión: un texto tan novedoso como inaplazable, pero que acaba de ser fulminado por el sector más anticuado y temeroso del PP, que ha convertido en inútil literatura, lo que era una norma de lo más eufónica y saludable.
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