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A pie de obra | TEATRO
Columna
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'Vincent in Brixton'

Marcos Ordóñez

Uno. Clare Higgins se ha llevado el Olivier y el Evening Standard, los premios más prestigiosos del teatro inglés, en la categoría de mejor actriz, por Vincent in Brixton, de Nicholas Wright, ciertamente, una de las mejores comedias de la temporada. Una temporada en la que no han faltado propuestas de fuste, como The Coast of Utopia, la impresionante trilogía de Tom Stoppard, o la extrañísima A Number, de Caryl Churchill o The Breath of Life, la nueva obra de David Hare, acusada de "menor", pero rebosante, para mi gusto, de inteligencia y humanidad.

Pero hoy quería hablarles de la gran Clare Higgins, de Vincent in Brixton, y de su autor, Nicholas Wright, uno de esos todoterreno que sólo la escena británica parece dar. Director artístico del Court y asociado del National durante la esplendorosa década de Richard Eyre, escribió con él uno de los mejores ensayos que he leído, Changing Stages: A View of British Theatre in the Twentieth Century (Bloomsbury, 2000), pero sobre todo es conocido como autor dramático. Su primer éxito, en el West End y en Broadway, fue Mrs. Klein (1988), un devastador retrato íntimo de la psicoanalista Melanie Klein a través de las relaciones con su hija, al que siguió Cressida (2000), la historia de John Shank, un actor de la compañía de Shakespeare, encargado de formar adolescentes para interpretar papeles femeninos. Un gran argumento, un gran personaje y un gran actor, Michael Gambon. Aunque el verdadero triunfo "popular" de Nicholas Wright ha sido Vincent: presentada en el Cottesloe la temporada anterior y dirigida por Richard Eyre, su viejo compañero, y un merchandising deliciosa y británicamente absurdo: a la entrada del teatro, vendedores ambulantes ofrecían orejas de cartón que, al acabar la obra, los espectadores arrojaban, en homenaje, sobre el escenario.

Dos. Ya habrán adivinado que el Vincent del título es Van Gogh. Van Gogh antes de ser Van Gogh, por así decirlo, ya que la función transcurre en 1873. Un Van Gogh de apenas veinte años que llega a Londres para trabajar en la sucursal de Goupil and Co., marchantes de arte, y que todavía no tiene el más remoto deseo de dedicarse a la pintura. Dos fueron las fuentes de inspiración de Nicholas Wright. Por un lado, las célebres cartas que Vincent envía a su hermano Theo, y un extraño hueco -seis meses de silencio- en dicha correspondencia. Por otro, la insistente búsqueda de Paul Chalcroft, un cartero londinense apasionado por la vida del artista, que logró identificar la residencia de Van Gogh durante sus años ingleses: una pensión en Brixton, en el 87 de Hackford Road, y los nombres de los residentes del lugar. Uniendo ese silencio postal y especulando con las posibles relaciones que pudo establecer el joven Vincent con la dueña de la pensión, Ursula Loyer, su hija Eugenie y un pintor llamado Sam Plowman, Wright construye un relato teatral bañado en humor, pasión y melancolía.

El personaje de Van Gogh ha sido un triunfo para Joachim Ten Haaf, un joven actor holandés, debutante en el West End, que borda un Vincent rebelde, ingenuo e inestable, pero la gran protagonista es Ursula Loyer, que ha elevado a los altares a la metamórfica Clare Higgins: al verla entrar en escena, de luto riguroso, con un moño y un mandilón de cocina, sosteniendo un caldero humeante, hay que hacer un verdadero esfuerzo para recordarla como la Alejandra del Lago (cabello rubio platino, piernas inacabables) de Dulce pájaro de juventud, también dirigida por Eyre en el National.

Tres. Cuando comienza la función, Ursula Loyer es una mujer de cuarenta y tantos años que aparenta diez más, hundida en la depresión por la reciente muerte de su esposo. Una mujer inteligente, de ideas progresistas, que ha sido maestra de escuela, y que parece ya no esperar nada de la vida. Hay una atracción inicial de Vincent por Eugenie, la hija (Alice Patten), que poco a poco va mudando hacia la madre: Ursula y Vincent son mucho más parecidos de lo que creen. Así, la función es, ante todo, la historia de un amor súbito, creciente, entre una mujer madura y un joven; la crónica de una iniciación, como en Cressida, o el relato de dos despertares, dos renacimientos paralelos. Será Ursula Loyer quien descubra y potencie al artista que duerme en ese hosco muchacho pelirrojo, quien le convierta en un pintor. Y será él quien arranque su luto, y deshaga su cabellera, y desvele de nuevo sus sentidos (otra nueva y preciosa metamorfosis de Clare Higgins, sintetizada en un gesto: el modo en que contempla, sorprendida, sus manos temblorosas de mujer enamorada) hasta que la hermana de Van Gogh, Anna (Emma Handy), encarnación -excesivamente caricaturesca- del más furibundo calvinismo holandés, irrumpa en la pensión para rescatar a Vincent del escándalo, del "liberalismo agnóstico" de la señora Loyer.

No contaré más. Los cuatro actos de la obra, separados por la partida y el retorno del pintor, condenado a ser un eterno desarraigado hasta su muerte, transcurren en un escenario único, la cocina victoriana de la pensión. Puede que no sea, como decía al principio, "la mejor" obra de la temporada londinense, pero es una función inteligente, muy bien hecha, muy emocionante. Y con algo realmente inusual para los tiempos que corren: un personaje soberbio (complejo, inteligente, apasionado) para una actriz madura.

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