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SAQUE DE ESQUINA | FÚTBOL | La jornada de Liga
Columna
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Pómulo de acero

Carlos Puyol volvió a Barcelona con la cara partida. Ante el Inter de Milán las musas le colgaron una de esas condecoraciones moradas que siempre distinguieron a los grandes jugadores de club. Ya en la sala de prensa, su socio Frank de Boer, la otra locomotora del accidente, se pegó un parche en la ceja, recuperó su carraspera habitual, puso en conflicto las erres con las jotas y contó lo sucedido con su rudo laconismo holandés.

-La pelota venía alta y complicada. Yo le grrrité varias veces Yo, yo, yo... Pero él no hizo nada por cederrrme el espacio ni por apartarse. Salté, y chocamos. En fin... Estoy segurrro de que no me oyó...

Cuando llegó al suelo, Carlos perdió pie, vio un fogonazo con el ojo derecho y escuchó en el pómulo el hormigueo que sigue a las fracturas y a las descargas eléctricas. De pronto comenzó a desmoronarse cuerpo abajo: se le hincharon las venas de la frente, aflojó su cuello de búfalo, sacudió los hombros y empezó a chisporrotear por las estrías de la musculatura. Privado de su dureza rural y de su reputación de atleta invulnerable, era a la vez el hombre de escayola y la caja de las vendas; un montón de carne de quirófano. Diez segundos después presintió el olor a cloroformo, se vio rodeado de una nube de linimento y así, en una pesadilla envolvente, pudo reconocer su propia fragilidad.

A pesar de todo, en ese instante, más que nunca, había personificado al genuino futbolista de la casa. Como Ramallets, César o Manchón tenía el don de la puntualidad: obsesionado por el cumplimiento de sus obligaciones sabía estar en el sitio exacto a la hora convenida.

Tan leal disposición tampoco era una novedad: había llegado al primer equipo cuando el club empezaba a dudar de sus grandes figuras extranjeras. La marcha de Ronaldo, la perturbadora ausencia de Luis Figo y las sospechas sobre el futuro de Rivaldo sumieron a la hinchada en una especie de sorda melancolía. Entonces, todos los ojos se volvieron hacia él; evidentemente no era un intérprete exquisito, pero a falta de arte tenía la cualidad más apreciada en tiempos de crisis: era un tipo de fiar.

En el juego de equipo era también un valor de garantía. Sumaba a su enorme velocidad natural una determinación a toda prueba: quien quisiera ganar uno solo de los metros que le encomendaban en el campo debería sacárselo del cuerpo centímetro a centímetro. Fue en ese ejercicio de afirmación territorial donde consiguió su crédito de mastín: nunca desatendía su puesto, nunca perdía de vista al intruso, nunca aflojaba su presa.

Quien se pregunte si el incidente de San Siro le hará cambiar, ya puede adelantar la respuesta: el bisturí sólo le hará un poco más duro. Si entró en el hospital con un pómulo de goma, saldrá de él con un pómulo de acero.

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