La cólera de los imbéciles llena el mundo
(...)Porque la vida es camino y horizonte. Tiempo e ideales. Y eso no se nos agota mientras alentemos, mientras no se nos haya acabado el deseo de mirar, de entender, de progresar. Y aunque la vida tenga sus edades, sus estaciones, y pueda estar acabando nuestro particular otoño, hay una fuerza que nos mantiene en el tiempo, como una pequeña primavera que alumbra cada mañana, y que nos hace creer que el invierno está lejos, incluso que no vendrá nunca, porque sabemos que hay, -camino adelante-, un par de ideales que no se apagan, que recogerán otros caminantes, aunque nuestros pasos no sean ya capaces de alcanzarlos.
En una famosa expresión de uno de los grandes filósofos del siglo pasado, glosada e interpretada cientos de veces, se sostenía la dura tesis de que el hombre es un "ser para la muerte". No era extraño que, en un feroz siglo de guerras y violencia, el dicho de Heidegger, adquiriera ya la categoría de lema irrebatible, de frase hecha, a la que se llega con ese apelmazamiento del lenguaje, tan abundante en nuestro tiempo, que nos impide pensar y nos paraliza la inteligencia.
Una frase que ha sido glosada múltiples veces y asumida por muchos profetas e interpretes de la melancolía y la claudicación. Tesis brillante, encajada en el corazón de la gran obra heideggeriana, pero que hoy, a pesar de tantos pesares, no queremos ni debemos admitir. No es extraño que el aire que oreaba las luminosas y, paradójicamente, ofuscadoras páginas de Sein und Zeit, sirviesen, como se ha escrito, para consolar a los soldados alemanes en la última guerra europea que, al parecer, llevaban el libro de Heidegger en sus mochilas. No creo que los jóvenes que iban a morir en tan bestial contienda, supiesen una palabra de la filosofía de Heidegger, ni les importase saber que el filósofo les había escrito una inhumana jaculatoria de resignación.
Pienso, sin embargo, con todo el respeto para el filósofo de Friburgo, que el ser humano no es, en absoluto, un "ser para la muerte", sino un "ser para la vida". Ese, digamos, regodeo en la mortalidad es una actitud enfermiza que nos va llenando de oscuridad y fantasmas la existencia.
A pesar de que parece que no hemos entrado aún en otro tiempo, y que el pestilente humo de las bombas traspasa los aún limpios cielos del nuevo siglo con el despiadado terrorismo de las noticias, hay un punto de optimismo que nos obliga a creer, que ese camino de la violencia podría desaparecer si tuviéramos ante él, para andarlo, otro horizonte ideal. Un horizonte, que no pudiera enturbiar el enfatuado pragmatismo de los belicosos, de los teóricos del hombre como lobo del hombre.
Estoy convencido de que tan siniestra expresión aunque fuera formulada por un filósofo de la política, en un determinado contexto de la historia inglesa, es una ponderación pesimista de hechos de la naturaleza que, desde hace ya siglos, podía combatirse y dominarse. Para ello era preciso fomentar la educación en la justicia, en la generosidad, en la piedad, en la amistad, y en todas esas virtudes y sentimientos tan reales, tan encarnados en la misma estructura de la condición humana, y con mucha más fuerza aún que la trágica y supuesta claudicación ante la barbarie. Como decía Bernanos, en su inolvidable reportaje sobre la guerra civil, "la cólera de los imbéciles llena el mundo".
Un ser, pues, para la vida. Eso es lo que verdaderamente somos. Precisamente el sentido de esa vida, el derecho a esa vida, es una de las exigencias esenciales de la democracia. Una democracia que empieza por los derechos de nuestro cuerpo, por nuestro derecho a vivir, a poder hacer andando y sin tropiezos el camino desde las asombrosas cualidades de nuestro cuerpo, nacido como ser indigente, que necesita siempre de los otros y que, según se afirma ya en los comienzos de la filosofía, de esa indigencia brotaba la política, como teoría de la justicia, de la lucha por la utópica y siempre punzante igualdad. Una política que armonizase las múltiples indigencias y los múltiples dones.
(...) Hijo predilecto me han hecho ustedes (...) déjenme que esa predilección, que aún no merezco, la transfiera a uno de los recuerdos más intensos de mi vida. Poco después de 1953, cuando vivía en Alemania, comenzaron a llegar a las grandes ciudades industriales próximas a Heidelberg, las primeras oleadas de trabajadores españoles, sobre todo andaluces. Jóvenes más o menos de mi edad, huidos de una tierra que no les daba cobijo y en la que habían nacido, la mayoría de ellos, con un no de plomo sobre sus cabezas. No a la educación, no a la cultura, no al trabajo, no a la esperanza. Con un entusiasmo, una energía, un talento, que habría merecido mejor patria, habían tomado su hatillo, su maleta de cartón y se había escapado a mas duros, pero más acogedores climas.
Traté a algunos de esto trabajadores, a los que di clase de gramática alemana; a ellos, a quienes nadie les había enseñado la española. Pero era tal su afán por aprender, su inteligencia y aplicación que me parecía y me sigue pareciendo un crimen que estos compatriotas no hubieran tenido patria. "Madrastra de tus hijos verdaderos", creo que escribió Lope sobre su país.
Y pienso que el Nunca máis, que estos días, como el no a la violencia, atruena entre nosotros, se extendía hacia ese recuerdo: que nadie tenga que emigrar de ningún país porque reine en él la más inhumana desigualdad, la más cruel e hipócrita de las injusticias.
Extracto del discurso de Emilio Lledó pronunciado ayer con motivo del 28-F.
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