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¿Qué quiere ser Mas cuando sea mayor?

Francesc de Carreras

A pocos meses de las elecciones autonómicas, Artur Mas nos tiene crecientemente perplejos. ¿En qué cree si es que en algo cree? En estos últimos meses, sus propuestas y declaraciones son cada vez más confusas y en lugar de contribuir a perfilar su personalidad la desdibujan y la hacen más borrosa.

Aunque su actividad política comenzó a finales de la década de 1980, Artur Mas no alcanzó una amplia notoriedad hasta la actual legislatura -es decir, a partir de finales de 1999- y, muy especialmente, cuando adquirió, hace apenas dos años, la condición de candidato convergente para suceder a Pujol. La primera imagen que los medios de comunicación trasmitieron de Mas fue que su irresistible ascenso era debido a que gozaba de la confianza del entorno familiar de Pujol. Este dato lo configuraba como una persona de un nacionalismo bastante radical, tendencia freedom for Catalonia, y con afición a mezclar los negocios con la política.

Sin embargo, en una primera etapa, los hechos no parecieron confirmar esta primera impresión. Mas fue dando, por el contrario, la imagen de una persona moderada, pragmática, técnicamente preparada, con una gran facilidad para exponer de forma ordenada y coherente sus opiniones, que siempre parecían fundadas en el conocimiento de los problemas y con los datos puestos al día. Su actuación parlamentaria en la sesión de la moción de censura que interpuso Maragall fue excelente: seria, comedida, alternando en sus respuestas dureza de fondo, ironía mordaz cuando hacía falta y buena educación en las formas, que permitían augurar que nos encontrábamos ante un político con más futuro del que preveían sus adversarios. Sólo un detalle: puso más el acento en la necesidad de que los catalanes aprendiéramos inglés que en la acostumbrada cantinela victimista de las agresiones al catalán y a lo catalán. No parecía, pues, un demagogo populista sino un político que podía modernizar a CiU dándole un giro hacia un roquismo sin Miquel Roca. Ello se confirmaba por los solapados ataques que recibía de los columnistas más nacionalistas del entorno convergente.

Por tanto, su primera imagen estaba en proceso de desaparición y se consolidaba esta segunda imagen: la de un político con personalidad propia, no condicionado por las circunstancias de su rápido ascenso. Sin embargo, hace unos pocos meses, en concreto tras el último verano, Artur Mas ha adquirido una nueva -¡y van tres!- personalidad. Aquí debe aportarse un dato: los sondeos de opinión efectuados en este periodo han ido confirmando la ventaja del PSC sobre CiU y, todavía en mayor grado, la de Maragall sobre Mas. Ahora bien, si el cambio en su orientación política proviene de sondeos desfavorables es que nos encontramos con un político endeble, con un candidato a líder sin ideas propias, que es la mejor manera de no llegar nunca a meta alguna y quedar para la historia futura como una joven promesa que, como dice un conocido bolero, pudo haber sido y no fue.

¿Qué es lo que caracteriza esta tercera personalidad de Artur Mas? De modo general, puede decirse que Mas, por una parte, está dando palos de ciego sin coherencia alguna y que, por otra, se le están descubriendo ciertos abusos de poder que empiezan a convertirle en un político no fiable que vulnera las reglas del juego democrático.

En efecto, frente a la opción por un nacionalismo moderado, Artur Mas anunció en una solemne conferencia pronunciada en octubre pasado su opción por un nuevo Estatuto en el que se proponía, entre otras cosas, un sistema de financiación basado en los derechos históricos de Cataluña. Es decir, de golpe, Artur Mas provoca que CiU dé un brusco cambio a su tradicional política de no reformar el Estatuto sino de reinterpretar la Constitución a la luz de una nueva filosofía del Estado de las autonomías, proponiendo nada menos que un nuevo Estatuto basado en unos supuestos derechos históricos que nunca habían sido invocados por su partido. Mezclar todo ello con un sistema de financiación a la vasca -cuando se ha comenzado a desarrollar, con buenas perspectivas, un nuevo sistema que el Gobierno de la Generalitat considera, con razón, muy positivo- es de un electoralismo poco serio.

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Del mismo vicio adolece su reciente propuesta de una conselleria de relaciones exteriores y, más aún, la exigencia de que los inmigrantes aprendan en su país el catalán, cuando la realidad indica -como ayer hacía notar en carta al director de este periódico una ecuatoriana residente en Barcelona- que la Generalitat no dispone de plazas para aprender esta lengua ¡en la propia Cataluña! Y del inglés no hablemos: la Generalitat es la segunda comunidad con menor número de escuelas de idiomas ¡empezando por la cola! Hemos pasado del Artur Mas moderado al radical, del pragmático al demagogo.

Por otra parte, sus abusos de poder, en estos últimos meses, han sido también notorios. En primer lugar, sus presiones para controlar determinadas instituciones de la sociedad catalana: La Caixa y el Barça. En segundo lugar, el reciente desliz que le llevó a admitir que ejercía presiones en TV-3 y Catalunya Ràdio, lo cual ha dado lugar a una protesta formal de los periodistas de estos medios. En tercer lugar, la ocultación y el fraude en los sondeos realizados por una empresa privada con recursos de la Generalitat para favorecer a su partido y, dentro de él, a su propia persona frente a otros candidatos.

¿Cuál de estos tres personajes es Artur Mas? Un líder político debe, ante todo, tener credibilidad. Y ésta se adquiere defendiendo ideas consistentes y mostrándose coherente en sus actuaciones públicas. En esto la política no se diferencia mucho de la vida. "Por sus obras los conoceréis" es una acertada frase de los evangelios. Cuando esta obra -declaraciones, gestos y actitudes- es cambiante y contradictoria la credibilidad no se adquiere. Aunque todavía es un político joven, en su condición de candidato a presidente de la Generalitat, Mas ya debería haber decidido qué quiere ser cuando sea mayor. De la confusión no brota la credibilidad sino la duda. En ese caso, las dudas del electorado, que no son, ciertamente, la mejor credencial para ganar unas elecciones.

Francesc de Carreras es catedrático de Derecho Constitucional de la UAB.

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