_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'Afters'

En Madrid proliferan los after hours ilegales, tanto porque su orden de cierre puede demorarse hasta dos años como porque cada vez gustan más. El año pasado había unos cuarenta, en lo que va de 2003 son ya sesenta. Las discotecas matinales no son sólo un centro de música, oscuridad y droga, sino un propio narcótico para su público. Muchos de estos locales no están autorizados por nuestra Ley Regional de Espectáculos Públicos, que establece como horario límite para un bar de copas las tres y media de la mañana y hasta las seis de la madrugada para las salas de fiesta o discotecas. Los afters suelen abrir a las siete de la mañana y cierran más tarde del mediodía. La ilegalidad de estos lugares, basada en sus horarios de otro hemisferio, en la masificación del aforo y en la venta de alcohol (entre otras cosas) a menores, les dota de la excitación que suscita lo prohibido, lo clandestino, lo proscrito. Su súbita apertura o cierre se propaga de boca en boca como la noticia de una nueva remesa de estimulantes.

Asistir a un after no significa ser un pastillero o un colgao, simplemente se traduce en ser un consumidor del propio concepto como sustancia psicotrópica, como experiencia alucinante y evasiva, derogadora de la realidad. En un after se rompe con las dimensiones, como sucede con los estupefacientes. Metido en una catacumba henchida de decibelios en Chamberí no existe el tiempo ni el espacio. La concepción del lugar se desintegra, la gente podría encontrarse en cualquier garito del mundo, en un aquelarre o en la terapia de grupo de un psiquiátrico. Por otro lado, el tiempo se derrite o al menos se funde el orden horario convencional.

Algunas personas se levantan para asistir a los afters y otras los aprovechan para resucitar la noche pero, en cualquier caso, comenzar o prorrogar la diversión, la borrachera y el desgaste físico a las diez de la mañana no cabe en la concepción temporal de un padre. La marcha del "practicante" del after es igual de transgresora, desquiciada y perezosa a los ojos del joven que se va a casa cuando chapan a las tres los bares, que para los padres las salidas de su hijo adolescente al que no consiguen convencer de que quede con los amigos a las seis de la tarde y esté de vuelta en casa para ver Noche de fiesta.

En un after hours se busca algo más que tomar copas y estar con los amigos. En la penumbra infestada de humo y sudor, los decibelios y el avanzado estado etílico de los inquilinos no facilitan la conversación o el ligue. El propósito de estos lugares no es crear ambientes de reunión, sino un disfrute solitario. Como la ingestión de una droga, el placer es individual e intransferible, se degusta con los ojos cerrados. Hoy el público de los after hours es más numeroso y heterogéneo que hace años, y ya es complicado trazar un retrato robot del cliente. La acuciante demanda de espacios donde prolongar la marcha ha desembocado en su especificidad: en Madrid hay varios afters para gays y cada vez más para latinoamericanos. Los ambientes pueden elegirse, optar por una clientela diversa o definida, escuchar techno e incluso a Chenoa.

Aparte de reflexionar sobre la ralentización de los procesos judiciales contra estos sitios, habría que preguntarse por qué cada vez más madrileños van de afters. Consumir house y luces estroboscópicas hasta la hora de comer simboliza un rechazo a la vida real. Abandonarse al delirio de un Red Bull mezclado con un chupito de éxtasis es similar a la inmersión en un juego de la Play Station, en una larga y profunda excursión por la Red, en un universo virtual. Supone escoger un mundo paralelo a éste, evadirse de una dimensión que disgusta al joven, que no conecta con él y que no le pertenece.

Un domingo por la mañana se puede ir a un museo, pasear por el Retiro, tomarse un aperitivo con los amigos o sumergirse en la histriónica atmósfera de un after. No se trata de juzgar qué actividad es más provechosa, lo crucial es que cada uno pueda escoger libremente la opción vital y de fin de semana que se le antoje. Es tan válido transpirar White Label y hacer colas en los baños pegajosos como madrugar para cabalgar una bicicleta estática. Lo llamativo es que cada vez más jóvenes reniegan de la realidad luminosa del día contaminada por los adultos para entregarse a su noche, para conquistar un nuevo espacio protegido del exterior.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_