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Columna
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Trabajar para la guerra

Josep Ramoneda

Dos fines de semana, dos movilizaciones multitudinarias: contra la guerra de Irak y contra la gestión gubernamental de la crisis del Prestige. ¿Qué tienen en común estas dos movidas? ¿A qué responde este súbito despertar ciudadano? ¿Este estado de exaltación colectiva conducirá a alguna parte o quedará, como en tantas otras ocasiones, como un estallido de indignación que se agota en sí mismo?

A primera vista hay un elemento común: el rechazo al Gobierno de José María Aznar. Basta ver pancartas y pósteres para que queden pocas dudas de cuál era el denominador común entre las dos manifestaciones. Pero creo también que hay otro factor, algo menos coyuntural, que ha estado presente en los dos casos: el hastío de la gente ante unos gobernantes que creen que pueden gobernar prescindiendo de la ciudadanía. Y a juzgar por la reacción de los dirigentes del Partido Popular este mensaje ha calado poco en su espíritu. Todas sus respuestas van en la misma dirección: dejar pasar el tiempo para que el ambiente se calme y confiar en que después la gente -o por lo menos, su gente, la que les votó- vuelva a entrar por los carriles tradicionales de aceptación de la política del Gobierno. ¿Convicción o impotencia? Probablemente un poco de las dos cosas: la experiencia les hace pensar que estos sobresaltos tienen resaca y que ésta muchas veces favorece al que manda, pero, al mismo tiempo, son incapaces ya de hacer las cosas de otra manera, aunque quisieran. Y en este punto están encallados.

De la experiencia cada cual saca las conclusiones que le convienen. Pero el Gobierno debería constatar que por lo menos en el asunto Prestige su confianza en que pasado el primer impacto las cosas vuelvan a su lugar natural no se está viendo certificada por los hechos. Hace ya más de un mes que la guerra ha sacado de las portadas de la prensa al Prestige. Ni el principio mediático de que un acontecimiento tapa a otro y lo manda al olvido, ni las promesas de dinero con que el Gobierno creyó atraer las voluntades de los gallegos ni el eterno recurso al miedo con la campaña contra la inseguridad lanzada por Aznar en persona a primeros de año han servido para desactivar la indignación ciudadana. Y miles de gallegos encontraron en Madrid la solidaridad de miles de españoles. La ciudadanía no es tan fácil de engañar como algunos creen.

La idea de que la política consiste en hacer lo que al gobernante le da la gana porque la gente acaba siempre apuntándose al que manda es un error. Hay un momento en que la gente se ve reducida a comparsa y se siente despreciada. Es entonces cuando reacciona. Y, a menudo, cuando esto ocurre el Gobierno difícilmente tiene tiempo de rectificar, porque ha perdido fiabilidad. Como dice Robert D. Putman, "la fiabilidad es el lubrificante de la vida social", en todos los órdenes y direcciones.

El error del Gobierno en el caso Prestige ha sido y es no querer asumir responsabilidades, no cumplir siquiera con el rito democrático de entregar algunas dimisiones para restaurar simbólicamente el equilibrio roto. Este error ha hecho más grave todavía la decisión de sacar el buque a alta mar. Si era -como dicen muchos expertos- un disparate desde el punto de vista técnico, lo es más desde el punto de vista político: confirma que la única idea del Gobierno era intentar quitarse el problema de encima. Con lo cual lo agravaron, que es lo que acostumbra a ocurrir cuando se antepone la presunta astucia política a la razón técnica.

En la guerra de Irak, el modo de afrontar las manifestaciones por parte del Gobierno responde a la misma errónea manera de entender la política democrática. Dejo como anecdóticos los dos argumentos más comunes que los dirigentes del PP han empleado después de las manifestaciones: decir que su posición "coincide con toda nitidez con los manifestantes" (Javier Arenas) y cargar contra el PSOE por haber ido a la manifestación a manipular a la gente. Los dos argumentos ofenden a los manifestantes. El primero, demuestra la desfachatez de un Gobierno que quiere apropiarse de una manifestación hecha contra él, es decir, que una vez más toma por idiotas a los ciudadanos, a los que -segundo argumento- les acusa de dejarse manipular. ¿No se dan cuenta los populares de que en la manifestación Zapatero formaba parte del decorado?

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Pero vayamos a lo principal. La ciudadanía proclama el no a la guerra y el Gobierno, que dice compartir sus sentimientos, en vez de trabajar para evitarla, se pone a trabajar para legitimarla. La única diferencia en la actitud de José María Aznar entre el antes y el después de las manifestaciones antiguerra se puede explicar así: antes, se limitaba a hacer de comparsa de las decisiones de Bush (de ahí el exceso de celo de la ministra Palacio, que fue más bushista que Colin Powell), ahora Aznar trabaja para ayudar al presidente americano a encontrar alguna cobertura para la guerra en la legalidad internacional. Es decir, los ciudadanos proclaman el no a la guerra y Aznar se pone a trabajar para darle legitimidad. Y después dice que está haciendo lo mismo que los ciudadanos piden.

Todo suma en la misma dirección: la pérdida de credibilidad. Y éste es el factor común de las dos jornadas de movilizaciones: desconfianza con los gobernantes. ¿Hasta dónde llegará esta reacción ciudadana? Lo que parece claro es que el ambiente está caldeado, que la gente está realmente molesta. El estado de movilización permanente no es posible. Llegarán pronto diversas convocatorias electorales y podrá medirse mejor el estado del malestar. Pero es importante que la ciudadanía aparezca vigilante. Y que no se deje engañar por miserables astucias de quien ha perdido el pulso de la sociedad. Más allá de las elecciones, sería bueno, para el futuro de la democracia representativa, que aparecieran canales de comunicación diversos, instituciones intermedias que permitan que la ciudadanía se haga sentir con asiduidad. Es el mejor modo de hacerse respetar. Los próximos meses veremos si se trata de un episodio efímero como otros o si realmente se está expresando un cambio que requerirá formas distintas de hacer política, más transparentes, más dispuestas a escuchar -que es muy distinto que leer sondeos de opinión-, más cercanas a la gente y más humildes. La vanidad y la arrogancia están siendo las tumbas de Aznar, un político antiguo que todavía confunde la autoridad con la prepotencia, el mal humor y la porra. Quienes aspiren a sucederle harán bien en tomar nota.

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