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Columna
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La palabra es sensible

Cualquier palabra puede perder su neutralidad denotativa y cargarse de significados emocionales. No obstante, no me refiero los valores expresivos de la palabra -a esos que se abren a la emoción íntima, a la belleza o al caos- cuando afirmo que la palabra es sensible. Se dice que la función primordial del lenguaje es la comunicación entre humanos. Mediante el lenguaje, alguien transmite a otros un mensaje, también una emoción. Y justamente en esa función comunicativa, social, allí donde ha de ser escuchada, es cuando la palabra manifiesta su sensibilidad constitutiva, o su carencia absoluta de ella.

No soy de fácil despertar y suelo escuchar entre brumas los mensajes que me transmite mi radio a esas aciagas horas en que toca levantarse. Esta mañana, han sido estas las palabras de mi radio que me han expulsado de mi modorra: impulsar el soberanismo de clase. No recuerdo bien a quién se las atribuía la locutora, supongo que a algún sindicato abertzale, pero eso es lo de menos. Aunque debiera ser más preciso, pues, si bien carecía de importancia la sigla concreta que formulaba la propuesta, no me era indiferente que detrás de esas palabras hubiera una voz, unas voces, y ya no he podido desligarlas de ese alguien, o de esos muchos, que se dirigían a mí, y de inmediato esas palabras me han sonado inhumanas. Ese ha sido mi sobresalto mañanero. Quizá todavía bajo el peso de los acontecimientos últimos, he pensado en muchos de los olvidados de este país, acaso radioyentes como yo a esas horas de la mañana, y he sentido cómo esas palabras los ignoraban, así como la absoluta insensibilidad de la que brotaban y que las empapaba hasta convertirlas en casi una agresión o un insulto.

Si la palabra piedra denota una realidad palpable, esa otra palabra, soberanismo, designa una falacia de la que se es además consciente cuando se la enuncia. Es más una formulación mágica que un concepto, pues como concepto carece entre nosotros de la precisión que le sería exigible, y adolece por otra parte de toda posibilidad en tanto que término intencional, performativo, que es también como se la usa entre nosotros. El soberanismo es una realidad obsoleta en nuestro futuro político, y eso lo saben perfectamente quienes utilizan el término. Pero la palabra soberanismo recubre además proyectos muy distintos, a algunos de los cuales a duras penas se les podría aplicar de forma rigurosa. Soberanismo era el proyecto político que quiso plasmarse en Lizarra; soberanismo es también el plan Ibarretxe, ligeramente distinto a aquél; y soberanismo es, en fin, el proyecto independentista sin ambigüedades que persigue ETA. Proyectos distintos para una sola denominación que, mutatis mutandis, sólo se ajusta en realidad al preconizado por ETA. La palabra única, utilizada de forma universal, para cualquiera de sucesivos, confusos y caóticos proyectos del nacionalismo, se impone casi como imagen de marca de éste, mágica invocación unificadora que pretendería crear la cosa común, que no existe, y que no es sino una concesión a La Cosa, es decir, a ETA, para darle a entender que la línea adoptada es la correcta.

Ya no sabemos cómo denominar el plan de Ibarretxe -así se ha quedado, en plan, cual si se tratara de una merendola de adolescentes bajo los álamos-, tras la serie de eufemismos con que fue presentado. Sinceramente, siempre me pareció un proyecto para un nuevo Estatuto de Autonomía de problemático encaje constitucional por alguna de sus exigencias. Pero la barroca denominación con que se lo presentó, y la retórica etnista y euskalerríaca con que se la adornaba -su etiqueta soberanista- la dirigían hacia un claro interlocutor, ETA, cuya aquiescencia se buscaba. Esa opción por un lenguaje determinado, el de la organización armada, que homologara el proyecto con el canon soberanista impuesto por ésta, no es una opción inocente. Dirige la mirada hacia el verdugo, ignorando a sus víctimas, y en tanto que palabra del verdugo se convierte en agresión hacia éstas. Acaso sea ese el motivo de mi desazón de esta mañana cuando la locutora me arrancó de la niebla comunicándome que alguien, no recuerdo quien, pretendía impulsar un soberanismo de clase. Un galimatías, una vaciedad, sí, pero al servicio de la muerte.

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