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Columna
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Mal tiempo

El que no se consuela es porque no quiere, ya que la conformidad no tributa y es una suerte que los madrileños tengamos como vecino al escuálido río Manzanares, que no se sale de madre porque es huérfano desde la eternidad. Mal año en todas las latitudes, invierno duro, inclemente. Inundaciones y catástrofes en el Continente y en las Islas Británicas, desolación por tierras aragonesas y un frío que pela el que visitó nuestra ciudad. Para algunos apenas ha pasado el tiempo, aquel que reflejaban los estupendos ilustradores del siglo pasado, mostrando, por estas épocas, la silueta deplorable del menesteroso, sin gabán, rotos los codos de la chaqueta y ladeado el bombín sobre las greñas.

Hoy, en estos meses invernales, los vemos, los adivinamos protegidos por grandes cajas de cartón, que contuvieron espléndidos frigoríficos, durmiendo a pierna suelta en los lugares más céntricos de Madrid. En plena Gran Vía, en calles concurridas donde el hormigueo de los viandantes parece no molestarles, hasta bien entrada la mañana. Me duele y me asombra el espectáculo de esas siluetas -más hombres que mujeres, las hay- tiradas en el suelo, encogidas, pero indiferentes al ajetreo urbano.

Siento un punto de envidia hacia quienes concilian el sueño en tan incómodas circunstancias, sin pastillas ni silencio en torno. Cuando doy un pequeño rodeo en la acera, para no vulnerar su territorio, pienso que estos mendigos cosmopolitas eligen lugares públicos céntricos y transitados, quizá por seguridad personal, ¡hay tanto delincuente suelto! Algunos he visto reposando en el vestíbulo de alguna sucursal de banco, en mi barrio, los fines de semana, y no me sorprendería algún acuerdo provechoso entre alguna entidad de crédito y estos presuntos desheredados. Tienen cobijo y ahuyentan a los posibles ladrones en esas fechas y horas.

La climatología deja de ser una información puntual para alcanzar la categoría de noticia. La mala, se entiende, difundida por los telediarios, con esa curiosa expresión de gozo con que algunos locutores transmiten las novedades siniestras. Aquí nos vamos librando, con alguna tímida nevada cuyos restos solo permanecieron en los tejados resguardados del sol. Lo supongo debido al calor que despide la gran ciudad, aunque tal cosa no ocurra en Londres o en Moscú, cuestión de latitudes. La tele hace lo que puede por sembrar la alarma, aunque sea remota la posibilidad de quedar incomunicados. El temporal de lluvia y de nieve siempre nos pilla como una inesperada aurora boreal, dejando en evidencia las previsiones meteorológicas, que nunca aciertan más allá de las 24 horas. Una queja generalizada es la sorpresa con que se abaten los temporales sobre la Tierra salvo las declaraciones que los viejos campesinos y los alcaldes pedáneos ofrecen sobre la repetición de esos fenómenos, el conocido desbordamiento de los ríos y la notoria ausencia de medidas adecuadas. Suele decirse que llovió, nevó como no recordaban los más ancianos de la localidad y a mi eso me parece una inexactitud. La climatología española es brusca, extremosa, pero no impredecible. Cada tantos años -cinco, siete, diez- se producen semejantes meteoros que casi siempre cogen con el pie cambiado a las máquinas quitanieves y, cuando cae de verdad, poco menos que es preciso ir a comprar la sal al supermercado. Hay que reconocer, empero, que se reacciona con eficacia, salvo en la tendencia a permitir que se construyan viviendas junto a los cauces máximos de los ríos, donde vive, gente modesta.

¿Es que antes no llovía tanto, y no se rompía el cauce las aguas? Claro que sí, pero la mayoría de la gente no se enteraba, salvo los afectados directamente. Hoy, el sentido catastrofista de la vida saca a la luz, con detalle, cualquier evento trágico, que se procura exagerar todo lo posible, incluido el rescate de los temerarios montañeros. Hemos oído tantas veces que las consecuencias de algún desastre las padecerían varias generaciones y poco después las mismas devastadas regiones lucen tan ternes y atractivas como siempre. Cuentan que el mariscal francés Lyautey, llegó a un bosque de gigantescos cedros, algunos de los cuales habían sido talados. Ordenó que plantaran otros y un espabilado hizo notar que para que llegaran a ser de parecido tamaño habrían de pasar 200 años. La respuesta fue: "Pues hay que comenzar inmediatamente". Sería la mejor receta y el ejemplo más sensato. Para prevenir las tretas del mal tiempo.

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