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Columna
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Discípulo

"SIEMPRE HA habido en mí como dos personas distintas", escribe el joven Robert Greslou, confinado en la prisión de Riom, mientras espera ser juzgado por el asesinato de la también joven Carlotte Jussat: "Una, que iba, venía, actuaba, sentía, y otra que observaba a la primera ir, venir, actuar, sentir, con una curiosidad impasible". De esta manera se presentaba el imputado en un memorándum íntimo ante el que consideraba su maestro y guía, y, por supuesto, a sus ojos, el único hombre capaz de juzgarle, el prestigioso sabio Adrien Sixte, cuyos libros sobre psicología positivista había devorado. Aún cabe añadir que estamos en la Francia de 1886, durante la Tercera República, en cuyo seno, según los especialistas, se creó la figura del "intelectual", y que ese año precisamente se publicó la novela El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde, de R. L. Stevenson, donde también se analizaba un patético caso de desdoblamiento de la personalidad de un abnegado científico. Aunque basada en un hecho real, la historia de Greslou fue producto de la imaginación de Paul Bourget (1852-1935), el autor de una novela que obtuvo un clamoroso éxito tras su aparición en 1889: El discípulo (Debate).

Trasunto del Julián Sorel de El rojo y el negro, de Stendhal, la "doblez" del pobre Robert Greslou es equiparable a la de cualquier joven de nuestra secularizada época contemporánea, en la que no hay ya ningún código de valores estable fuera del hacerse notar a costa de lo que sea. Aunque la intención moral de Bourget era denunciar el vértigo de este vacío moral y el daño que, en este estado, producían entre jóvenes incautos las "malas lecturas", como los libros del "materialista" Sixte, su excelente novela demuestra, en cierta manera, lo contrario; esto es: de qué manera un joven burgués ilustrado cae ingenuamente en la trampa de su propia infatuación, porque, habiendo planeado seducir a la joven, bella e inocente aristócrata Carlotte Jussat, en cuya casa sirve como preceptor del hermano menor de ésta, él mismo pierde la cabeza por ella, no recobrándola hasta que se niega a cumplir la promesa de matarse con ella tras hacer el amor. Greslou no se suicida porque le es imposible asumir la simpleza del ya obsoleto código aristocrático que practica la amada y su estirpe, en la que el deshonor se paga con la muerte, aunque se trate de un mero desliz erótico entre cándidos adolescentes. El hombre actual, que está harto de que le cuenten los más vulgares enredos amorosos de reyes y príncipes sin que corra más sangre que la de la cuatricromía de las revistas del corazón, quizá no sepa cómo orientar sus pasos en la vida al margen de la bolsa de valores que expende por temporada el imperio mediático, pero ha comprendido que sobrevivir hoy es una triunfal operación de reduplicación, porque la imagen, a diferencia del honor, mata de mentiras, a medias, tan sólo desde un punto de vista moral, lo que, en tiempos de valores relativos, posee tan escasa importancia como tener discípulos.

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