_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El fútbol o la vida

Imaginemos a un antropólogo ajeno a nuestro mundo, un extraño que llegara a esta ciudad. Pero imaginémosle también como un etnógrafo inquisitivo, vivamente interesado por las convenciones que rigen la existencia. Para obtener el material preciso, para proceder a su interpretación, lo primero que debería hacer nuestro invitado es darse un informante. Hablamos del nativo que suministra datos, alguien que se relaciona con el antropólogo porque habla o balbucea su misma lengua o porque su natural avispado lo convierte en comunicativo o temerario. Gracias a su desparpajo, el etnógrafo averiguaría cosas sobre la existencia, sobre las formas del parentesco, sobre las creencias colectivas, sobre el trabajo y el laboreo, sobre el descanso reparador con que nos apaciguamos. Habiendo satisfecho esa pesquisa, nuestro antropólogo podría dar significado a un modo de vida que, en principio, le es extraño y que sin embargo nosotros, los nativos, repetimos cada día. Pese al acarreo de información vasta y variada, cotidiana, es muy probable que dicho etnógrafo no se conformara y se preguntara por lo excepcional, por los hechos que eventual y colectivamente nos ocurren. No me refiero a la gesta o al cataclismo, sino al juego, a lo festivo, a la juerga multitudinaria, al furor alegre.

Las cosas buenas de la vida suelen ser fruto de la sorpresa, de la espontaneidad. A pesar de que el laboreo o el trabajo son lo ordinario, esa pequeña o gran tortura previsible, rutinaria, que se nos impone desde la maldición bíblica, no debemos pensar que una celebración festiva tenga que ser lo imprevisto, lo que casi nunca sucede o sucede de manera inaudita. La juerga y el juego comunitarios contienen algo de sorpresa, pero no demasiada: suelen ocurrir de manera fija, están reglamentados por normas, tienen su propio calendario y en ellos el tumulto es la expresión o la voz de la colectividad en estado efervescente. En general, los humanos toleramos mal la incertidumbre y necesitamos contener lo insólito, acotarlo y darle forma. Tanto es así, que podría decirse que también estos eventos festivos y lúdicos precisan ser convertidos en ritos, como concluiría nuestro etnógrafo hipotético si siguiera las lecciones de Victor Turner. Esos ritos permiten que la multitud se congregue y se agite alegre o furiosamente para transfigurarse, para expresar las relaciones sociales, el esfuerzo y el premio, el éxito y el fracaso, recreando la vida o un remedo de la vida. Cuando no somos nosotros mismos los protagonistas sino sus espectadores, entonces la fiesta y el juego son una ficción en la que algo se dramatiza o se representa: y ello con el fin de que la celebración nos haga vivir vicariamente lo que otros realizan, una sublimación en la que sentimos por comunión lo que una vasta totalidad experimenta. A esto Freud lo llamó sentimiento oceánico, una circunstancia excepcional en la que el yo se desdibuja, en la que el individuo se abandona a la presión y al cobijo de una multitud unánime. Es un estado pasional próximo a la ebriedad, al abismo, al vértigo, un momento transitorio de descarga que tiene principio y que tiene fin, transcurrido el cual regresamos a la rutina y al orden de lo cotidiano.

El fútbol es una fiesta con normas, un rito jerárquico que se desarrolla en un escenario al que llamamos estadio, con jugadores de notable belleza muscular que representan un drama lejanamente parecido a la vida, ejecutantes de papeles que en parte están escritos y en parte improvisados; es, en fin, un teatro con espectadores que asisten para contemplar un virtuosismo, para volcar sus humores y para compartir el bullicio de esa multitud que interpela, que ruge, como sucedía en los viejos corrales de comedias. A un evento de esta naturaleza, nuestro antropólogo imaginario lo llamaría juego profundo, al modo de Clifford Geertz: algo más que una gansada o futesa, un asunto importantísimo, significativo, que dice mucho acerca de la existencia y de sus expresiones. Pero hay más. Gracias a los medios de comunicación, el fútbol es un espectáculo cuyo disfrute no exige por fuerza la congregación física de la multitud. En efecto, no sólo viven vicariamente los actos quienes acuden al campo, sino que también es transitiva y secundaria la experiencia de los televidentes. Es impensable un derby sin público, porque el espectáculo y sus humores están en el césped y en las graderías. La identificación y la proyección que el juego despierta lo son por proximidad multitudinaria, pero lo son también por confraternización y comensalismo catódicos. Por eso, los amigos o incluso los desconocidos se reúnen frente al televisor con el fin de recrear el ambiente de las gradas experimentando un sentimiento oceánico a distancia, agitando las bufandas, regando el gaznate.

Pero el fútbol es algo más que una escenografía vivida o entrevista con el auxilio de la televisión o de la radio. Es también un negocio y un asunto político que sobrepasa los límites del campo, que se desborda, que se extiende sobre el territorio vecino, sobre la ciudad, sobre la huerta, sobre el país, sobre ese lugar sin límites que está ciertamente más allá de los confines del estadio. Por eso, es fuente de identidad política y de enriquecimiento económico, motivo de enfrentamientos, incluso de violencias en las que pueden llegar a descargarse agresividades profundas, remotas. Cuenta Paul Auster que la primera referencia al juego del fútbol se dio en torno al año Mil. Al parecer, los británicos celebraron una victoria sobre el jefe de una invasión danesa arrancándole la cabeza y jugando a la pelota con ella. "No tenemos por qué creernos esa historia", concluía Auster, ni tampoco hemos de suponer que vayan a regresar esas formas atroces de violencia. Los equipos y los hinchas valencianos suelen dar ejemplo de civismo, frente a los actos vandálicos y pendencieros que tanto menudean en otras partes. En cualquier caso, deberemos preguntarnos, si además de tomarlo como una metáfora de la existencia, del esfuerzo o incluso de la guerra, como tan habitualmente se hace, ¿es el fútbol algo que favorece o que está contra la vida? Para intentar responder a esa pregunta, el Colegio Mayor Rector Peset organiza una serie de debates y una reflexión colectiva con testigos y protagonistas cualificados. Se trata de un ciclo hecho con la colaboración del Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia. Empezó el día 11 de febrero a las 19.30 y la última jornada será el 6 de marzo a la misma hora, con un calendario adaptado a los compromisos futbolísticos. Además de nuestro antropólogo de guardia, aquel a quien convocábamos al principio, asistirán agudos periodistas y finos escritores, profesores severos, animosos presidentes de clubes y esforzados jugadores. Me estoy mordiendo la lengua para no dar nombres. Acudan y podrán verlos en vivo y en directo.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_