La hora azul
En la terraza del Gallo, E. y yo esperamos "la hora azul"; traductores experimentados los dos, ella al alemán, yo al castellano, queremos comprobar con los hechos, con el color de la realidad, si nuestras respectivas traducciones de "l'heure bleu" francesa coinciden con el azul del cielo de cristal de Buenos Aires. Me temo que no sigo bien la conversación desde hace un rato, cuando E. me hizo una cita de Kafka: "Un libro debería ser como el hacha que rompe el mar de hielo que cubre nuestro corazón". Me pierdo en una ensoñación. La frase puede sonar un poco patética, puede parecer casi el prototipo de las intenciones con las que se hace la mala literatura. Y sin embargo me emociona y me exalta. De pronto la siento como la única verdad que estaba esperando en el centro del laberinto del oficio de escritor. Es un programa, una razón secreta, una esperanza. ¡Yo quiero escribir un libro así!
Un escritor llega a ser bueno cuando ha leído mucho. No hay un buen escritor salvaje
¿Pero cómo escribirlo? Para empezar, hay que ser un buen escritor, porque un libro así no se hace solo. Y un escritor llega a ser bueno cuando ha aprendido muchas cosas y ha leído muchos libros. No hay un buen escritor salvaje, de eso estoy convencido, por lo menos no lo hay en nuestros tiempos. Hay que hacer un largo camino de estudio, lectura, reflexión. Y ese camino inevitablemente nos aleja de las fuentes del sentimiento. Cada paso que se da en esa dirección agrega un centímetro a la capa de escepticismo e ironía que envuelve nuestros viejos sueños. Ése es el hielo que debe romper el hacha, pero el hacha también es de hielo. Es una paradoja insalvable. Toda la fuerza que podemos reunir en nuestro aprendizaje es una fuerza fría, la fuerza que necesitábamos para demoler creencias ingenuas o gregarias, ideas hechas, sentimentalismos. Así es como el corazón se cubre de un mar de hielo.
La prueba de que Kafka tenía razón es la paradoja misma, la trampa que hace imposible la realización del deseo. El libro hacha es un milagro, y no tenemos derecho a esperar milagros. Pero aun así podemos esperarlo. Hemos hecho tantas cosas irracionales que una más no nos va a hacer daño. Y en el fondo de la paradoja quizá hay algo real y posible, un viejo joven, un civilizado salvaje, un mentiroso que dice la verdad. ¿Por qué no? La literatura es un laboratorio del que pueden salir seres más extraños todavía. Nadie sabe cuál será el resultado final de tantas manipulaciones de la sinceridad y la ironía.
Es como si después de aprender hubiera que desaprender, o recuperar un salvajismo y una violencia que los buenos modales de la cultura nos han hecho perder.
A Kafka no le gustaban las metáforas. Sospechaba, con buenas razones, que eran un recurso más del simulacro para hacerse pasar por la realidad. Deberíamos imitarlo en esa desconfianza. Uno se deja seducir por las bellas imágenes, y termina creyéndoselas. Corremos el peligro de despertarnos un día, después de haber escrito cincuenta libros, y advertir que nunca dijimos nada de lo que nos estaba pasando sino de sus equivalentes en palabras. Pero en este caso quizá la metáfora está justificada, porque parece ser una metáfora "de vuelta", de regreso hacia lo real. La imagen "de ida" con la que un amigo de la metáfora habría descrito ese libro ideal habría sido la del fuego que derrite el hielo, el amor que vence a la indiferencia. Ahí seguiríamos en el campo de la retórica bienintencionada, y el hielo aprovecharía ese autoengaño para seguir espesándose. El hacha de la revelación empieza abriendo un agujero por el que salir de nuestra infatuación literaria, y sólo entonces podremos empuñarla para quebrar el gran espejo polar.
Claro que también hay que preguntarse para qué serviría. Una vez que el hacha rompa el hielo, ¿qué? ¿Volver a amar? ¿Volver a encender el fuego juvenil de las ilusiones, y alimentarlo con amables metáforas? Sería un resultado bastante decepcionante, pero no nos apresuremos a decepcionarnos, porque seguimos hablando en metáforas. Hasta la palabra "amor" es una metáfora. No sabemos, ni podemos concebir siquiera, lo que pasará cuando llegue la hora azul del cielo.
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