Optimismo sano
Paloma Pedrero es una luchadora, como todos sus compañeros de generación: no lo digo por las edades, sino por formar un grupo que, fuera de la vanguardia feroz, de la ruptura de formas, quisieron renovar el teatro en la amablemente llamada transición. Parece que algunos de sus compañeros, aun de los mas íntimos, tuvieron mejor suerte que ella, que fue maltratada, y lo ha sido con considerable injusticia aun en su última obra; la luchadora protestó siempre, fue crítica y dura con sus críticos duros, lo cual no la favoreció, aunque fuera loable desde un punto de vista ético y personal. Como todos sus compañeros, ha ido adecuándose a una situación que ya no estaba en sus manos mejorar. Es algo que pesa gravemente sobre el teatro: el cambio de burguesía, la busca de unas salas con poco público y complaciente subvención (bueno, nunca es suficiente), que aprueban más los monitores culturales que los espectadores. Hacen bien: resistir es sobrevivir y esperar. Paloma Pedrero y su director en esta ocasión, Ernesto Caballero, buscan esa supervivencia, y espero que la consigan. Siempre tendrán más calidad que los que han nacido ya en el ambiente, sin ánimo de lucha. Y consiguen obras que pueden sostenerles.
Noches de amor efímero
De Paloma Pedrero. Intérpretes: Lola Casamayor, Juan Carlos Talavera, Ana Otero, Mariano Alameda, Diana Peñalver, Nando González. Escenografía: Gerardo Trotti. Vestuario: Elsa Mateu y Jorge Dutor. Director: Ernesto Caballero. Teatro Bellas Artes.
Ésta consiste en tres situaciones iguales y distintas. Hace trece o catorce años, Pedrero estrenó otra obra con el mismo título, y de ella queda la estructura. Las tres situaciones son una: la mujer perdida por un hombre (o los hombres), redimida por otro. Con finales felices, si se puede llamar feliz al amor, del que principalmente vemos el sexo, y tememos -por el título- lo efímero.
Se forman las parejas: una tímida y burguesota dama que tropieza en el metro con un parado fortachón, musculoso y tatuado, pero buenísimo, que la redime de su timidez sexual y del aburrimiento de su matrimonio y su trabajo -funcionaria-; una putilla a la que un guarda jurado saca del oficio y la hace huir a una vida normal de su chulo; y finalmente, la escena más didáctica o más política: la mujer maltratada que huye del marido pero no le denuncia, el abogado pichicorto -con perdón, pero él lo dice lleno de alegría- que explica que siempre hay que denunciar a esos miserables; y los dos, liberados por la ingestión casual de una píldora de la felicidad -"éxtasis"- que les abre a la vida y les da un colocón, al salir del cual siguen amándose y yaciendo juntos, con un mendigo que toca la flauta -Beethoven-; parece arrancado de una comedia de Ruiz Iriarte o de Mihura. Esta última escena de la trilogía es la mejor representada (Diana Peñalver y Nando González). En general están mejor los hombres que las mujeres, a las que encuentro exageradas; quizá porque ellos tienen papel ingenuo y bondadoso de enamorados sinceros y redentores y ellas están forzadas, en todas las escenas, a transitar rápidamente de la resistencia y la incredulidad al amor, o al menos al sexo rápido; de la desgracia a la felicidad. Los espectadores abandonan el teatro sin nada que vaya contra las ideas con las que entraron, después de haber aplaudido y aclamado: sobre todo, reído.
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