_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Guerra

Durante meses la mayor parte de medios informativos del norte fértil han hablado de la guerra contra Irak como un hecho emplazado, más o menos próximo, cuyo comienzo sólo dependería del ritual investigatorio de una comisión de las Naciones Unidas. Fuera cual fuera ese resultado, la Administración de Bush se reservaba la libertad de declarar la guerra en función de la lógica de su cruzada libertad duradera, heredera, más modesta, de justicia infinita, un pretencioso objetivo a la altura de ya es primavera en El Corte Inglés. Muy pocos han sido los medios, incluso los decididamente partidarios de la Administración de Bush, que hayan razonado la necesidad de esa guerra, aunque también han sido muy pocos los que han tomado partido en contra. Para unos, el Gobierno norteamericano todavía no ha compensado emocionalmente lo que significó el atentado contra Nueva York y el Pentágono y admiten un cierto derecho de desquite. Para otros una determinada concepción del orden internacional político, económico y estratégico pasa por una afirmación de la hegemonía imperial de Estados Unidos en Oriente Medio y Asia Central, por encima de los cadáveres inevitables de iraquíes y como advertencia directa a Irán e indirecta a China.

Estas magnitudes son difícilmente abordables y sólo cerebros auténticamente globalizados y globalizadores como el de don José María Aznar comprenden que España deba colaborar en la matanza de iraquíes de un zarpazo, sin esperar a que el bloqueo económico los siga matando poco a poco. Sin contar al premier del Reino Unido, sea quien sea y venga de donde venga, obligado a una política internacional sucursalizada con respecto a la del Departamento de Estado y algo atemperados los alardes bélicos de Berlusconi, queda Aznar como el único aliado aparentemente sin causa del lobby petrolero armamentista que convierte la guerra contra Irak en una peripecia no atribuible a los norteamericanos en su conjunto, sino a intereses creados ampliamente representados en el Gobierno de Bush. De ahí que estar contra esta guerra emplazada no sea expresión del enfermizo antinorteamericanismo que nos invade, sino pasiva expiación del pecaminoso éxtasis de consumidores de petróleo a precio asequible, caiga quien caiga.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_