Magia y precisión
La vida sin excesos que dicen que lleva últimamente le ha sentado bien al irlandés Van Morrison. Hasta su viejo y famoso mal humor parece que ha desaparecido. Está tan centrado en su carrera que apabulla. Siempre ha estado tocado por un don casi sobrenatural que le llevaba a hacer casi todo bien, pero es que ahora la perfección raya en lo exagerado. No hay un fallo en lo que hace, ni permite que nadie falle a su lado.
Se presentó Morrison en Madrid con una banda más que eficaz, pero en la que no hay nombres tan famosos como cuando actuaba con Georgie Fame, Pee Wee Ellis o monstruos por el estilo. Entonces podía dimitir en algún pasaje del concierto a favor de esas figuras; ahora, sin embargo, él es el absoluto protagonista. Y a él, que es grande de siempre, no le viene grande el papel.
Van Morrison
Van Morrison (voz, armónica, saxo); Ned Edwars (guitarra); Gavin Povey (órgano y piano), Bobby Irving (batería), David Hayes (bajo), Martin Winning (saxo) y Matt Holland (trompetas). Palacio de Congresos (Madrid), 22 de enero.
Un instrumental con cada músico templando su instrumento abrió un concierto soberbio en el que Van Morrison se aferró al soul, al blues y al rhythm and blues por encima de todo. Pasión e intensidad, sin recalar en exceso en las piezas de su más reciente disco, Down the road, esa especie de homenaje -simbolizado en una portada que saca una vieja tienda de discos de vinilo para coleccionistas- a la música negra que le cautivó en su juventud y que le hizo elegir la profesión de músico de por vida.
Intensidad, sí, a la que si acaso se le podría poner la pega de no tener ni un fallo. Y dicho esto en el sentido de querer otorgar al fallo el lado humano. El irlandés es casi una divinidad, y eso es lo que le aleja de lo terrenal. Curiosa contradicción para un genio de la música popular. Es tan bueno, pero lo tiene tan de nacimiento, que es difícil ponerle un pero. Uno podría ser que se le vio un poco contrariado cuando su armónica le falló (único error de casi dos horas de perfección), y golpeándola contra el micro hizo venir al escenario a un ayudante que se desvivía constantemente por satisfacer los deseos del jefe. Y el jefe, con dos termos en una mesita auxiliar, uno lleno de té con limón y miel y otro de café expreso, que pidió a mitad del recital, desgranaba con esa voz que le suena igual que en sus primeros discos de hace más de 30 años incontestables clásicos, como Orangefield o When the leaves come falling down, con piezas de su reciente disco, como Meet me in the indian summer o la que le da título.
Pero tanta precisión y eficacia no valdrían para nada si no se acompañaran de magia. Y en eso, aunque se le vea el plumero de su lado más profesional, también el irlandés es un maestro. Por lo menos hace creer que está creando magia. Su público así quiere entenderlo y se deja caer en la piadosa trampa. Para eso salpica su concierto con unos toques de guitarra aquí, unas armonías de armónica allá, repite la misma frase un montón de veces, se ríe con su trompetista o se engancha el costroso saxo al cuello y deja salir notas melancólicas. Hay también quien, ajeno a sutilezas entre el público, aplaude a rabiar en los pasajes que Morrison alcanza el cielo y se empeña en romper el encanto. Pasó, entre otros momentos importantes, cuando, con la banda tocando bajito en apenas un susurro, Morrison les rodeó tañendo el saxo como un viejo músico trotamundos. Un sector del público, más sensible y afortunadamente mayoritario, afeó su actitud a los de palmada fácil.
Recuperado de sus veleidades rockabillyeras de su gira anterior, Van Morrison ha vuelto por donde sabía. Al margen de que se le llame soul, blues o rhythm and blues, su música siempre suena a Van Morrison, como si eso fuera ya un género de por sí. Acabó con una versión muy soul del viejo Gloria, una de sus canciones más interpretadas (Patti Smith, U2...), y antes hizo caso a un espectador, que le pidió In the afternoon. Y es que al final hasta va a dejar de ser un cascarrabias.
Babelia
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