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Columna
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Los lunares

El portavoz gubernamental inició su discurso desde la tribuna del Parlamento repasando los antecedentes históricos de nuestra Villa y Corte, que pese a su condición de puerto de mar, a la variedad de sus capturas y a la riqueza vitamínica de sus aguas no ha sufrido rapiña de corsarios, ni ataque de buques de guerra ni la amenaza de esas fieras corrupias capaces de engullir tripulantes -o el faro de Moncloa- como un pincho de tortilla.

Esa falta de incidentes, argumentó el portavoz, ha impulsado la actividad marinera madrileña en los cuatro puntos cardinales de sus costas. Ya antes de que amanezca en el mar del Norte, los pescadores de San Rafael, Bustarviejo y Aravaca sortean los escollos de La Navata y Rascafría y, tras bordear el golfo de Gredos, tiran la red a la altura de Ávila en busca de la merluza oriunda del Gran Sol, que de Asturias y Cantabria baja por León y Burgos.

Un poco más tarde, las barcas ancladas en los estuarios mediterráneos de Ventas y Hortaleza toman el conducto del Jarama, atraviesan los puertos de San Fernando y Torrejón hacia Alcalá de Henares, y no necesitan introducirse en el corazón de La Alcarria, rica en especies ciegas, para que prendan en sus redes los langostinos y mejillones que adornan las paellas levantinas, esas paellas que tanto agradecen por su esmerado punto de cocción -con la sabia sorpresa del socarrado- los comensales de los restaurantes madrileños.

Al oeste de la capital -continuó-, el mar de Extremadura se erige desde antiguo en anfitrión del bacalao portugués. Cumpliendo esta tradición, los pescadores de Carabanchel y Aluche desdeñan otras piezas menos rentables que se ofrecen en aguas de Móstoles y Alcorcón, y durante toda la jornada permanecen dedicados a la captura, relativamente cómoda, de este pez de sabor genuino y comportamiento sensato, dotado de esa melancolía romántica, típicamente lusitana, que tanto paladar añade a su carne.

Y ya con el sol en el horizonte, de forma que los más rezagados en botar su embarcación reciben su luz oblicua, nuestros pescadores de Leganés y Getafe se internan por los caladeros de Parla, Valdemoro y Aranjuez en busca de la dorada, el lenguado y el besugo. En otros siglos se aventuraban hasta La Mancha igual que tras el vellocino de oro, mas por el equivocado entendimiento de la diplomacia de los gobiernos socialistas -subrayó con engolamiento electoral-, las pateras marroquíes esquilmaron esa circunscripción, dejándola reducida a dos o tres especies modestas y poco apreciadas en el mercado.En un panorama tan estimulante -afirmó el portavoz-, no deben quitarnos el sueño las manchas aparecidas en los lomos del pescado blanco -que en la variedad azul adoptan un color marrón, tirando a rubio-.Tampoco deben preocuparnos esos otros lunares, del tamaño de una boina o de la deposición de una vaca, que desde hace dos meses salpican las playas de Moratalaz, Parla, Prado del Rey o Pitis. Un equipo de voluntarios con unos medios tan modernos que constituyen el pasmo de Europa trata de retirarlos a lengüetazos o a dentelladas, incluso rascando con las uñas, pero ante la dificultad de eliminarlos -observó- ya se piensa en explotarlos turísticamente como una singularidad de nuestro paisaje.

Llegaba el momento de explicar la razón de esos lunares. Con una cita del Romancero, avisó el orador a los navegantes socialistas de río revuelto: "Yo no digo mi canción, sino a quien conmigo va". Luego, con pulcra sonrisa, entró en materia fraseando a capella: "En la mar se ha hundido un barco", y su grupo parlamentario repitió sotto voce: "En la mar se ha hundido un barco". Él anunció en un trémolo: "Y en el barco iba mi suegra". Y sin permitir respiro a su auditorio, apenado por la fatal noticia, dedujo senza vergogna: "Por eso los calamares tienen la tinta tan negra".

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Había terminado su intervención y se llevó a los labios el vaso de agua traído por el conserje. Al instante brotó de su boca un vertido que enlutó sus papeles y la tribuna. Cesó la retransmisión televisada, corrió el ujier con una bayeta, la presidencia del consternado hemiciclo le instó a proseguir, pero una correosa capa de alquitrán paralizaba su lengua y sellaba sus labios. Por un rato, el portavoz permaneció en su puesto escupiendo brea en vez de palabras. Sus correligionarios le animaban a tragarse la mierda que producía, y así lo hizo hasta asfixiarse. Entonces le relevó otro compañero, que evitó beber del vaso.

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