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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Hogar, dulce hogar

El escritor hispano-argentino Norberto Luis Romero (Córdoba, 1949) es un escritor raro, por transgresor, inusual y por crear unas atmósferas claustrofóbicas y asfixiantes, que son como bajadas a los infiernos de la propia existencia; encuentra luz -y hermosas gemas- en el lado más oscuro de nuestras vidas, o más bien de las de sus personajes, que no son, ciertamente, seres convencionales, y su literatura -excelente- es de gran originalidad, deudora en parte de la literatura de la transgresión, del gran teatro de la ceremonia de la confusión. Sus cuentos, que fueron sus primeras incursiones (ya la primera colección de relatos, de 1983, se titulaba, no por nada, Transgresiones), y después sus novelas, tres hasta ahora, las tres en esta estupenda editorial madrileña que apuesta por otras literaturas, Valdemar: Signos de descomposición (1997), La noche del zepelín (1999) y, ahora, esta Isla de sirenas, buscan otros lectores, lectores no con intestinos de papel, no con tragaderas de cartón-piedra.

ISLA DE SIRENAS

Norberto Luis Romero Valdemar. Madrid, 2002 300 páginas. 10,90 euros

A Norberto Luis Romero le gustan las atmósferas turbias, los espacios asfixiantes, las casas-prisiones, las situaciones límite, el hedor que desprende la ancestral convivencia familiar. Sus personajes -fascinantes, bellos, turbios, crueles, frágiles, desmesurados- aman y odian con la pasión de la desesperación, se mueven en esa antesala mórbida de las relaciones familiares, esa que antecede al lado más oscuro de la familia, al viejo tabú del incesto. Son personajes, los de sus novelas, atrapados en sus vidas, en sus mundos (como los burgueses de las películas de Buñuel). Se mueven en planos de irrealidad y de fantasía que, muchas veces, desazonan y desasosiegan -a espíritus pusilánimes, los hay entre los que leen-. El sexo suele estar desorbitado -pues al sexo se va, pero a veces del sexo no se regresa-, y es desaforado, desquiciante.

Isla de sirenas, una bellísima narración, una brillante gema entre tanto horror y hedor, no llega a la situación terriblemente hermosa y desasosegadamente asfixiante de los seres encerrados en la mansión de La noche del zepelín, ni al insólito y, en ocasiones, irritante -irritante como un gas- escenario de Signos de descomposición, una suerte de arqueología de la basura, donde andaba a sus anchas un muy poco personaje literario, la Tenia Saginata, que se encontraba como pez en el agua entre la podredumbre. Gusta este autor, desmesurado y excelente, de dar protagonismo a ciertos miembros de la comunidad animal, que acompañan muy acertadamente a sus seres queridos, sus personajes. Así, en La noche del zepelín, las falenas ("género de insectos lepidópteros nocturnos", es sabido), y en aquella novela recuerdo un hermosísimo apareo de una pareja de falenas (Norberto Luis Romero es un poeta de las atmósferas turbias, de la descomposición de las relaciones humanas, del exceso del amor pasión, del anhelo inconfesado del incesto).

Aquí, en Isla de sirenas, Car

nal, el tierno y fascinante testigo de la imposibilidad de escapar de una casa cerrada en medio de una isla a la deriva o levitando en nuestros sueños más irrenunciables, cuida y mima en su terrario a un puñado de necróforos ("insectos coleópteros que entierran los cadáveres de otros animales para depositar en ellos sus huevos", es sabido). Y ama, y hace sufrir, a Serafín, su gemelo, el otro lado del espejo, su igual, y a su abuela, y a su abuelo cuya mente ya está perdida (hermosísima es también la escena del baño, con esa fuerza del sexo que no renuncia a hacerse humo, a extinguirse); y ama de forma desaforada e imposible a esa sirena venida de tierras lejanas, a la que suplantará, tras la última cena, en un generoso acto postrero de amor hacia Serafín, su gemelo, su igual.

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