¿Vale la pena?
De las diversas reformas penales que está promoviendo en súbita cascada el Gobierno, sin duda la que afecta a los condenados por delitos de terrorismo es la destinada a suscitar mayor debate en los medios de comunicación. Y también adhesiones y reproches más ardientes, sobre todo en el País Vasco. La crítica más inmediata apunta al inequívoco tufo electoralista de la medida ("¿por qué precisamente ahora y no antes?") y resulta bastante verosímil: seguramente la proximidad de las elecciones municipales ha tenido mucho que ver en el proyecto (y sobre todo con la manera truculenta y ominosa de presentarlo a la opinión pública), lo mismo que también habrá influido -por ejemplo- en la decisión de Odón Elorza de conceder la medalla de oro de San Sebastián a las víctimas del terrorismo, a los doce años de ejercer como alcalde. Pero claro, ese afán rentable no invalida por sí mismo ni lo uno ni lo otro: después de todo, que los candidatos a puestos de gobierno tengan que hacer gestos para conseguir el apoyo de los ciudadanos cara a los comicios es una de las cosas buenas del sistema democrático. Una segunda objeción, aún mejor fundada pero que apunta a las formas más que a los contenidos, reprocha al Ejecutivo de Aznar haber proclamado la nueva disposición de modo unilateral, sin consultarla con sus socios del pacto antiterrorista pese a lo expresamente especificado en ese acuerdo. Es una arrogancia muy malvenida, que puede remediarse en parte si se atiende a las modificaciones y reservas que propongan los socialistas acerca de la interpretación de la reforma.
Pero la verdadera crítica de fondo es la referida a la reinserción social de los etarras, la cual -a tenor de lo dicho en un primer momento por el propio Aznar y algunos de sus colaboradores- podría verse imposibilitada o seriamente obstaculizada por la nueva ley. Se trata sin duda de una perspectiva alarmante, que compromete el enfoque más humanista y civilizado de las penas de privación de libertad en los Estados democráticos. Nadie mínimamente sensible puede acatarla sin pedir explicaciones y aún menos quienes hemos estado en la cárcel alguna vez, por poco tiempo que fuese. La prisión es un castigo que trata de purgar el delito y erradicarlo en la medida de lo posible, pero en modo alguno se propone aniquilar al culpable junto con su culpa. De modo que mostrar alarma ante el bloqueo de cualquier posibilidad de regeneración del delincuente no es una actitud de izquierdas ni de derechas, sino un signo de salud social y de respeto a nuestra Constitución democrática.
Ahora bien, también obliga a plantearse seriamente en qué consiste la reinserción en el caso específico de los delitos de terrorismo. Y es que hay una diferencia radical entre la reinserción de quienes han cometido fechorías movidos por la codicia, la concupiscencia brutal o incluso la necesidad (miseria, ignorancia, marginación...) y los criminales por convicción ideológica. Por hablar de manera muy sencilla: los primeros saben por lo general que lo que han hecho está mal -en el sentido legal y moral-, aunque quizá no por ello lleguen a arrepentirse de su delito (pensando, por ejemplo, que en su caso se daba alguna razón excepcional que convertía en justificado lo injustificable); los segundos, por el contrario, creen que lo que han hecho está bien, incluso que es abnegado o heroico, y que lo decididamente perverso es la legalidad que les condena. Desde luego esta fe criminógena no disminuye su culpa (más bien diríamos que la agrava y ahonda), pero sin duda plantea especiales requisitos a la hora de considerar su vía a la reinserción. El daño que el terrorismo causa no consiste solamente en asesinatos y extorsiones puntuales, sino también en la difusión de un clima político de intimidación que subvierte la convivencia libre. Es juntamente agresión y propaganda. De modo que la reinserción del penado no puede ser simplemente una renuncia privada a tales prácticas, sino que debe implicar una denuncia pública del entramado ideológico que sustentan. No basta con decir: "Yo por mi parte ya he cumplido y ahora que sigan los demás". Se dice que la mayoría de los etarras reinsertados no han vuelto a cometer delitos semejantes a aquellos por los que fueron encarcelados, lo cual es una buena noticia. Pero ¿cuántos han contribuido, con su presencia en actos públicos y manifestaciones de apoyo a ETA, a que otros renueven sus crímenes y mantengan la amenaza mafiosa sobre la sociedad? ¿Qué pueden pensar sus víctimas cuando asisten impotentes a esa forma tan peculiar de enmienda? Es algo por lo menos a tener en cuenta.
Ser partidario de veras de la reinserción implica distinguir claramente entre quien quiere reinsertarse y quien no. No es un beneficio automático, sino que exige una transformación explícita de la conciencia civil de los que se acogen a ella. Y tal exigencia no tiene nada que ver con el apetito de venganza ni con la ley del talión, sino con la justicia, que si es verdadera no puede resultar tan ciega como algunos la pintan. Por ello resultan especialmente pintorescas aseveraciones como las de Joseba Azkárraga, consejero de Justicia del Gobierno vasco, el cual (en unas declaraciones al Diario Vasco, 13-1-03) se refiere a algunos antiguos militantes de ETA, como Mikel Azurmendi o Jon Juaristi, llamándoles "estómagos agradecidos" y dice que "hoy se han reconvertido de tal forma que producen vergüenza ajena". Celebro que Azkárraga por fin dé alguna muestra de tener vergüenza, aunque sea ajena (por algo se empieza), pero sin duda revela una idea de la reinserción muy curiosa. Dejemos por un momento de lado que las personas a las que se refiere y otras no menos conocidas abandonaron la militancia terrorista cuando llegó la democracia, contra la que nunca atentaron. ¿Es algo reprochable que estén agradecidas, no con su estómago sino con su inteligencia y voluntad, a las instituciones políticas que les han acogido? ¿Hay que censurarles que con sus escritos y su ejemplo público hayan colaborado a deslegitimar las coartadas ideológicas -el "conflicto", etcétera- de las que se vale el terrorismo actual? ¿Deberían haberse callado para que siguieran hablando los de siempre o, aún peor, tendrían que haberse puesto a escribir en algún Kili-Kili subvencionado para inducir a otros a los mismos trágicos errores? Ya es hora de que los nacionalistas aclaren si lo que pretenden es reinsertar a los violentos en el sistema constitucional que hemos defendido contra ellos o más bien reinser-tar a toda la sociedad vascaen un nuevo marco lo más parecido posible al ideario etarra, para que los terroristas puedan dejar las armas sin arrepentimiento ni merma de su autoestima.
Uno de los comentarios más inquietantes que se han oído acerca de la reforma penal es lo de "querer condenar a cuarenta años de cárcel a los etarras supone reconocer que dentro de cuarenta años seguirá habiendo ETA". En principio parece una de las muchas sandeces que se escuchan o se leen, sin mayor trascendencia. Es obvio que si mañana se condena a un terrorista a cuarenta años de cárcel por sus crímenes, lo único que eso significa es que tendrá que purgar una larga condena... aunque ETA desaparezca como organización el mes que viene. Pero me temo que en tal aseveración está implícito algo más perverso: a saber, que si ETA se disuelve o es disuelta todas las condenas por delitos terroristas deberían quedar automáticamente sin efecto. A priori, no puede haber mensaje más tranquilizador y estimulante para quienes se dedican hoy a la violencia antidemocrática: sus condenas no son realmente penales, sino meramente políticas y cesarán el día menos pensado también por razones políticas. Que las víctimas se vayan haciendo a la idea, si no quieren ser tratadas de revanchistas... Francamente, a mí este sobrentendido me preocupa tanto o más que las supuestas trabas a la reinserción que puedan mañana aquejarnos.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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