Reformar por reformar
El terrorismo merece mano de hierro -se dice- y se sugiere que el estado actual de las leyes penales es un coladero que a nadie asusta, permitiendo una burla sistemática a la justicia. Consecuentemente, se presenta como inaplazable la reforma de algunos artículos del Código Penal -76, 78, 90 y 91- que, para empezar, no han sido aplicados todavía a ninguno de los supuestos destinatarios de esa reforma. Así se cambia una ley no aplicada para curar los defectos de la que se aplica, que es el Código anterior. Y además la reforma regirá para los delitos que se cometan tras su entrada en vigor, lo que a su vez nos remite al año 2005 o 2006, como pronto.
Continuando con la crítica jurídica -y no es admisible que cualquier discrepancia sobre política legislativa sea tomada como vergonzosa falta de gallardía ante el enemigo- se aprecia que el presupuesto de todo es la especialidad del crimen terrorista, lo que lleva a defender la necesidad de la excepción a las reglas comunes. El derecho excepcional -y pensemos en la experiencia de otras naciones, como Italia- no ha servido casi nunca para nada, y además quiebra el principio constitucional de igualdad, amén de obligar a calificar a los delincuentes como "malos", "abyectos", "menos malos", etcétera, etiquetas todas válidas coloquialmente, pero insoportables porque irremisiblemente conducen a subjetivismos.
El lógico deseo de eficacia del derecho penal no se consigue con musculatura punitiva
El lógico deseo de eficacia del derecho penal no se consigue con exhibiciones de musculatura punitiva, sino con el rigor en la aplicación de las leyes. Hace más de un siglo, Luis Silvela escribía que mejor era aplicar con prontitud y constancia las leyes penales que amenazar con penas enormes. El volumen de comportamientos delictivos impunes que se producen en la órbita de la violencia terrorista es una buena muestra de esa ineficacia, y por supuesto que no cabe imputar eso a las leyes penales. Para todo eso de nada sirve una modificación legal que permita la prisión hasta los cuarenta años. De otra parte, el endurecimiento, lejos de contramotivar al sujeto, le puede llevar, ayudado por una desquiciada contemplación de la realidad, a la autosugestión de que es un elegido para la heroica inmolación. Y por último, no debe olvidarse que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos tiene ya declarado que toda pena que haga por su duración impensable la reinserción -finalidad de las penas, que por otra parte se proclama en la Constitución como principio orientador, en lo posible, del sistema penal- es por sí misma incompatible con los principios del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.
No hay que olvidar, por otra parte, que existen vías, como por ejemplo fue la dispersión de presos, que tantos debates suscitó. Se trataba de una medida en la ejecución penitenciaria que no precisaba introducir excepciones en las leyes penales y que sin duda tuvo un alcance inmediato, sin entrar ahora en revisar todo lo que a la sazón se dijo.
Cuestión diferente, pues no tiene que mezclarse con la duración máxima de las penas, es la de los beneficios penitenciarios, que se quieren dejar casi sin contenido en estos casos, en cuanto se remitan a la suma de la totalidad de las penas impuestas. Es verdad que la ejecución penitenciaria puede dejar sin sentido la pena, e incluso que alguna decisión puede tener aroma de arbitrariedad u ofensa a la igualdad, y de ahí debe derivarse una conclusión: que posiblemente la legislación penitenciaria en cuanto permita llegar excesivamente pronto al llamado tercer grado deba ser reformada introduciendo un mínimo necesario de cumplimiento o las excepciones que se estimen precisas. Pero lo que no tiene cabida es declarar que para un sector de condenados no rige el sistema ordinario de ejecución de las penas ni se cede un espacio mínimamente apto para el fomento de la reinserción.
Es necesario un debate sobre beneficios y permisos, pero no sólo a propósito de los condenados por delitos de terrorismo, sino en relación con todas las penas de larga duración o las impuestas por hechos violentos, sin olvidar que en muchos casos es un problema en buena parte producido por el anterior Código Penal, que permite la redención por el trabajo, que por sí sola supone una reducción de una tercera parte de la duración de la pena.
Un último punto es el de la trascendencia de la reparación del perjuicio para alcanzar el tercer grado, condición que el anteproyecto de reforma considera ha de ser "singularmente" importante para quienes se han enriquecido con fondos públicos o en perjuicio del Estado o han sido condenados por terrorismo. Nada que objetar, en principio; pero resulta que, al parecer, para los impulsores de la reforma eso mismo no es tan importante en el caso de que el enriquecimiento lo haya sido con dineros privados o el crimen no sea terrorista, lo cual, como mínimo, es una desconsideración a otras víctimas. La reparación del perjuicio económico por quien pueda hacerlo es una exigencia absoluta, recomendada por toda la política criminal moderna, que no puede admitir debilidades o excepciones; antes al contrario, exige acciones decididas frente a velos y testaferros. La imagen de la fortuna que aguarda a la salida de la prisión es por sí sola más destructiva de la respetabilidad de la función del derecho penal que otros defectos de las leyes penales. Pero eso ya nos lleva a otros temas.
Gonzalo Quintero Olivares es catedrático de Derecho Penal.
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