La ola
Si de verdad creyéramos en las marejadas apocalípticas, ya estaríamos todos calvos. Recordarán quizá que a principios de los 80 cundió el pánico en Alicante cuando cierta cofradía anunció una gigantesca ola que iba a barrer a la humanidad de la faz de la Tierra, aún sin especificar si se trataría sólo de un cataclismo comarcal o de mayor abasto. Aquella premonición provocó que las familias de muchos noés pasaran el día, pertrechados para supervivencia, en sus arcas de cuatro ruedas aparcadas en las cunetas más elevadas de la Sierra de Mariola.
Veinte años después, con el mercurio por los suelos (y bajando) ocurre todo lo contrario, como si pese a Iberdrola, Gas Natural, y los abrigos que por fin nos han conseguido colocar en rebajas, sólo pudiéramos encontrar refugio y consuelo en las entrañas de este castigado planeta, al amor de la lumbre de Pedro Botero. Sacudido así el sopor en que venía transcurriendo un simulacro de invierno, llevaban días anunciándonos un temporal casi como el mismísimo fin del mundo. De siempre es sabido que en esta latitud somos de natural asustadizo, que cualquier brisa polar nos pinta gesto de carámbano, y que cuando caen cuatro gotas en lugar de coger el paraguas cogemos el coche. Aunque semejante blandenguería en materia climatológica parece haber cambiado ante las últimas alertas, que la sabia vox populi ha relativizado socarronamente a sabiendas de que ahora magnifican los peligros las mismas autoridades que antes pecaron de lo contrario, para curarse en salud y mejor pasarse que no llegar a advertir.
En este siglo no son las sectas, sino las isobaras y protección civil quienes abren los telediarios, nos meten el miedo en el cuerpo y ofrecen motivo de conversación en el ascensor. Vale: hay peligro en los cultivos y las carreteras. Pero la trampa consiste en que mientras escrutamos la nieve y el viento nos olvidamos de las olas de chapapote que no cesan. Y de la nueva, auténticamente mortífera tormenta en el desierto que desatará Bush si llega a poner sus sucias manos sobre el vapuleado pueblo iraquí.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.