Trabajos cualificados
En mi barrio han abierto hace poco tiempo un bar moderno, que cuenta con una superficie de varios cientos de metros cuadrados, si no son más, y aspira a cubrir todo el horario de hostelería: desde los cafés de la mañana hasta las copas nocturnas, pasando por los menús de mediodía. Mi primera (y última) visita al local se resolvió por la noche. No se me ocurrió mejor idea, ya que soy caso perdido, que pedir un licor.
La señorita que expedía las bebidas era joven hasta lo tiernísimo y quizás por ello, llevado de cierta desconfianza, me atreví a sugerir, antes de que me sirviera: "En copa, por favor". Ella asintió y poco después regresó con una copa de vino. No me sentí con fuerzas para ejercer docencia más allá de lo estrictamente necesario, de modo que le pedí una copa balón, mientras hacía con las manos ostentosos movimientos circulares. Ella, a la segunda, comprendió.
La anécdota no quiere ser banal. El bar que menciono es producto de una inversión enorme. La lonja es grande hasta lo obsceno, dispone de varios ambientes, incluso de enormes barricas metálicas donde, se asegura, elaboran su propia cerveza. Grandes murales pintados decoran las paredes. Quiero decir que los dueños del bar han pensado en todo, en todo salvo en la necesidad de cierta calidad en el servicio.
Como somos tantos y existen tan pocos empleos, el precio del trabajo se ha abaratado hasta límites inconcebibles y en esta sociedad, como se sabe, nada que resulte barato se considera de valor. Entre los amplios contingentes de parados y los aún más amplios de trabajadores con contrato-basura, la percepción general del empresariado es que si algo hay abundante hasta el capricho, hasta lo indiferenciado, eso es la mano de obra.
Curiosamente, esa idea genera una perversión: lo barato que resulta el trabajo lleva a pensar que es precisamente ahí donde el ahorro de costos resulta más sencillo. Nadie con un proyecto ambicioso repara en calidad de materiales de construcción, en gastos de alquiler o maquinaria, pero sí en los sueldos de los empleados y en la hipótesis de que éstos son baratos porque en muchos de ellos no se necesita una especial habilidad.
La abundancia de trabajadores ha llevado a ciertos empresarios inocentes a la turbadora conclusión de que existe una amplia gama de trabajos que puede hacer cualquiera. Pero hay que repetir que eso nunca es cierto, y que la dignidad que se predica de cualquier persona que trabaja no es sólo un imperativo moral, sino un atributo añadido a su reconocida capacidad para hacer bien alguna cosa. Todos los trabajos, por mal remunerados que estén, exigen cierta aptitud, cierta profesionalidad, cierta experiencia. Pero el mundo está lleno de camareros que ignoran la diferencia entre un coñac y un zumo de tomate, de telefonistas que responden como si se les estuviera molestando, de dependientes que desconocen por completo el producto que venden.
Y esto no es siempre culpa suya. En muchos casos, habida cuenta de su sueldo escuálido y de su efímero contrato, poco más se les podría pedir, pero lo que sí resulta indignante es que la iniciativa empresarial considere alegremente que, de cierto sueldo para abajo, no hacen falta buenos profesionales, sino meras estatuas articuladas, carne de cañón en su negocio.
Habría que recuperar la dignidad del trabajo, porque esa dignidad no reside sólo en las profesiones más especializadas y selectas, sino en todo y cada uno de los escalones laborales. Personalmente, a ese bar que hay en mi barrio, donde no se han escatimado gastos, salvo en la profesionalidad del personal, no volveré a entrar en toda mi vida. Y esa diminuta venganza, por supuesto, no la inspira una chica que sirve el licor en copas de vino: la inspira la estupidez de un propietario que no sólo desprecia a sus clientes, sino que desprecia la profesión de camarero hasta el punto de pensar que cualquiera puede desempeñarla.
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