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Columna
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Villancico

No importa que tengan panderetas, cascabeles, voces blancas, los villancicos son siempre canciones tristes. Rectifico y pongo hipertristes que, hoy por hoy, el prefijo acumula casi todo el sentido de la Navidad y de la oportunidad de este adjetivo. Hipertristes y desérticas. Parecen decir algo pero no dicen nada. Parecen contener un paisaje tierno: nieve, colinas, figuritas; pero son sólo construcción de aire, sonido organizado.

Los villancicos representan del modo más exacto la contradicción de nuestro mundo. La distancia colosal entre lo que pregona y lo que hace, entre lo que se cree y lo que es. La monumental negación que de su texto hace su contexto: "paz y amor" -nada menos- de palabra, de estribillo; mientras los hechos confirman lo opuesto. O por decirlo con los materiales propios del género, concentra todo el mensaje de la canción ficticiamente en el belén, cuando la verdad del mundo la contiene el castillo de Herodes.

Estamos terminando el año, y esta última lectura de la actualidad, esta última columna triste del 2002, la voy a centrar precisamente en eso, en la estructura del castillo, en la manera en que el poder sigue, como en los tiempos de ese rey infanticida, cimentándose y perpetuándose sobre el sacrificio de los inocentes.

Inicio el repaso de las últimas noticias con una referencia al Prestige, sarcástico título para una tragedia que la incompetencia y la prepotencia -el orden es reversible, recíproco- de los gobiernos central y gallego han elevado a la categoría de catástrofe y al registro de escándalo. El naufragio tiene muchas lecturas negras. Destaco -por la vía de la inocencia- la que lo convierte en representación densamente plástica de la depredación que del patrimonio natural del futuro, es decir, de los más jóvenes, está haciendo el presente.

Me adentro ahora, sin abandonar el terreno de los símbolos negros, en lo que no es puntualidad sino constancia: treinta mil niños se mueren de inanición cada día, en cualquier parte. Quien sí ha dado la noticia, la campanada navideña, es Nestlé, cuarta compañía multinacional del mundo, imperio para más escarnio fundado sobre el alimento, que ha querido cuadrar su ejercicio económico, reclamando una deuda irrisoria a los más muertos de hambre del planeta.

Mientras los Estados Unidos se negaban a autorizar la fabricación y distribución libres -exentas del pago de derechos a los detentadores de las patentes- de los medicamentos destinados a paliar las plagas sanitarias de los países del tercer mundo. A pesar de que, sólo para el sida, se prevén treinta millones de nuevos contagios en los próximos años. Recordaré de paso que la Iglesia católica sigue condenando el uso del preservativo, por considerarlo inmoral, ya se sabe.

Y desemboco en la guerra, Bush no nos deja opción, recogiendo el terrible análisis que de los conflictos bélicos actuales hace el escritor y periodista polaco Ryszard Kapucinski. Hace unos días estuvo en Barcelona para recordarnos que las fuerzas armadas ya no se enfrentan entre sí -un marine desaparecido en combate resta muchos votos-; que quienes caen primero son las mujeres y los niños, porque hoy las guerras -incluida la que se avecina- "se dirigen contra los inocentes".

Pero Kapucinski insistió también en que hay más de treinta conflictos armados en el mundo en los participan niños soldados -de 15 o de 14 años e incluso de 10-, críos de la calle, huérfanos, vagabundos que los señores de la guerra reclutan muy gustosos porque "los niños no tienen instinto de supervivencia y van directamente al fuego".

Lo dicho, las navidades deberían por lo menos ser mudas. Callarse, erradicar los villancicos. Porque como dice otra canción muy triste -todas las de pensar lo son-: "es inútil y absurdo ensayar en la tierra la alegría y el canto, porque de nada vale si hay un niño en la calle". Un niño en un pesebre, literalmente, en una pocilga, tirado por el suelo, vivo o muerto.

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