_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Movimiento perpetuo

Antes de que el tambor de la Filarmónica de Viena inicie el redoble de la Marcha Radetzky y la Europa que viste y calza lo coree con la solidaridad prevista por don Carlos Marx -"capitalistas del mundo, uníos"-, el saxofonista de la calle de Espoz y Mina, que sigue a su aire este Concierto de Año Nuevo, toca el bello Danubio azul con el patetismo de los legendarios payasos del Price al interpretar el pasodoble de fin de fiesta. Es un patetismo barato, hasta el feroz sacamantecas se conmovería al oírlo, pero la gente normal anda resabiada y con hastío y, contrariamente a lo que se esperaba de este jolgorio programado, no secunda el tema sugerido por el músico; sólo un pavo, indultado de la matanza de Navidad, se acopla al ritmo del saxofón desplegando su cola en medio de la acera igual que una novia su traje en el baile de debutantes: quizá es un pagado de sí mismo o del concertista, quizá le emborracharon con guindas o acaso celebra su exclusión del sacrificio de la Pascua sin darse cuenta de que todavía quedan fiestas para consumir su carne.

De un bar de la calle de la Victoria procede el mimo que se arrima al músico, se sube a una banqueta y curva el torso en una reverencia sostenida que intenta defender de las tarascadas del pavo hasta que la moneda del primer entusiasta le obliga a enderezar el cuerpo y abrir la boca, con la mano derecha de pantalla, en la actitud del pregonero. No ha terminado de agradecer el detalle al bienhechor cuando el pavo se desazona y el saxofonista interrumpe el recital: dos jóvenes incorporan a la mujer que se desplomó de golpe, un tercero le devuelve el bolso, y el médico de paisano que pide razón de lo ocurrido -"¿Estaba bailando?"- recibe la respuesta descarada de la víctima: "¡Y yo qué sé!". Al comprobar que no recae, la dejan irse los que la ayudaban, ya con la maldición de la enfermedad troquelada en su caminar inseguro. Vuelve a escena el pavo receloso y reservón, como si hubiera escarmentado de la desgracia ajena, mas cuando el saxofonista reanuda el vals se empeña en rotar la cola con un ímpetu suicida, lo que preocupa al actor mímico, pues teme con fundamento que el pavo, vencido por su velocidad descontrolada, arramble de un tantarantán con el taburete y lo destrone, arruinando su futuro de artista.

Es un día desapacible de color ceniza, no lo verán los que trasnocharon y ahora duermen desdeñando el redoble Radetzky, ni los que se agarran a las columnas de la plaza Mayor para no girar sobre su eje, igual que el planeta Tierra, y desmoronarse por el vértigo. Ensimismada en su mal, se tambalea por la carrera de San Jerónimo la accidentada en la calle de Espoz y Mina donde el pavo, de tanto regodearse en su prestancia, tropieza y se derrumba, con una aspereza de uñas mal cortadas al arrastrar las plumas por el asfalto. Por instinto de conservación celebra su batacazo el artista de mimo y, por pura comodidad, el encargado de degollarlo, porque debe de ser más fácil cortar el cuello a quien ha perdido la cabeza. El pavo, en efecto, parece mareado, pero los samaritanos de las cercanías vacilan en prestarle auxilio ante la hipótesis de que la caída forme parte del número circense. Tampoco el saxofonista se muestra partidario de socorrerlo, piensa que la recaudación no ha de resentirse por esta incidencia, al público le atrae la figura navideña del pavo y tanto le da que comparezca tumbado o marchoso.

El rey de estas fiestas que, como dicen todos, es el niño, copió al pavo dando vueltas cada vez más rápido en torno a su padre y ahora observa al animal derribado con el respeto atónito que provoca la muerte. En la torre del edificio oficial de la Puerta del Sol baja la bola dorada y suenan las campanadas de la hora entre la indiferencia de quienes ni miran el reloj. Una cadena de bailarines circunda la plaza Mayor con la guirnalda de un vals, los hombres visten de negro, las mujeres, de blanco, acaso realizan un anuncio -"que todo gire para que nada cambie"- o, seducidos por la belleza televisada desde Viena, se inmolan a la elegancia del movimiento perpetuo. Rueda a su paso la memoria de los días mezclando gozos y pesares, y su actuación traza un bordado ilusorio sobre la ciudad mortecina que se desvanecerá de la mente de quienes admiran el espectáculo -como el afán de prosperidad y los propósitos de rectificación del año nuevo- cuando calle la música que lo promueve.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_