Granada
En el vestíbulo de mi infancia había una ciudad retratada. La más bonita de España, según mis padres: Granada. Ya alcalde, debí visitarla, pero no era la del cuadro. Fue el lugar de una habitual reunión de municipios y un centro urbano como otros. Hace unos meses, a la entrada del verano, volví, esta vez para hablar de la "España viva y plural," y comprobé que la Granada del cuadro existe.
En el Albaicín, desde la plaza Larga al mirador de San Nicolás, y de allí, por la cuesta del Chapiz, al paseo de los Tristes y la carrera del Darro, hallé algunas de las perspectivas más bellas que conozco. Al frente, al otro lado de la vaguada, está Al Hamra (Alhambra), "la colina roja", ciudad fortificada, torres, palacios y estancias ajardinadas. En primer plano, las gráciles estancias de reyes y princesas. Arriba, la residencia veraniega del Generalife. En medio, el palacio de Carlos V, impresionante, pieza casi agresiva de un discurso imperial. Detrás, a la izquierda, se intuye, en el cielo ya espeso de junio, Sierra Nevada, la nieve más cálida de Europa y el lugar de nacimiento del Genil, el río que rodea la ciudad por el otro extremo, junto con el Darro, que serpentea a nuestros pies. La mañana estalla en colores y formas. El calor aprieta.
Como pórtico del Sacromonte, en un recodo, la Escuela de Estudios Árabes, una de las muchas huellas de Fernando de los Ríos, institucionista como mi madre. Entre los aciertos de don Fernando figura el de haber apostado por un orientalismo riguroso. Casa morisca, sobria, casi pobre, paraíso arquitectónico cerrado en el que se trasluce el espléndido y prematuro empeño de los intelectuales, obreros y regionalistas de hace 90 años por construir un país europeo. Don Fernando lideró el único intento serio de articulación social y modernización de Granada, me dice Antonio Jara, ex alcalde y amigo desde las batallas municipalistas de los años ochenta. Oportunidad perdida, y quizá irrepetible, lamenta.
Yo creo firmemente en el éxito de esta segunda oportunidad, la nuestra, para hacer una España moderna, plural y viva. Entre otras poderosas razones, por respeto a aquella generación y también porque se lo debemos a la que ha de sucedernos.
En nuestro camino aparece la ingeniería hidráulica de los aljibes, y aparecen los cármenes, jardines de origen romano y desarrollo árabe. Vivienda intimista. Arquitectura sin arquitectos. Entramos en el carmen de la Victoria. Con sólo atravesar la cancela del jardín, baja sensiblemente la temperatura. Otra vez la vista de la Alhambra. Algún día pediré una beca en ese carmen universitario, hoy destinado a residencia de profesores visitantes. Granada es, por cierto, una avanzadilla de la Universidad europea. A la larga, le comento a mi amigo, profesor en ella, una buena Universidad va a valer más que una docena de ministerios.
Me sorprende la cifra de estudiantes extranjeros, principalmente de origen árabe o magrebí. Eso es de lo poco bueno que debemos de estar haciendo en política inmigratoria.
Seguimos descendiendo hasta el palacio de los Córdova. En ese camino se mezclan el renacimiento, el gótico y el mudéjar; los baños árabes y los conventos cristianos; los puentes sobre el Darro y las iglesias, hasta llegar a la Real Chancillería, otrora Administración de Justicia para media España y hoy sede del Tribunal Superior de Justicia de una Andalucía autónoma.
Realmente, en Granada, como en Roma, se siente con especial gravedad el peso del pasado, pero también su embrujo, la impresión de volar sobre el tiempo. Tener enfrente, a trescientos metros, a la altura de la nariz, el teatro de tanta belleza, de tantas guerras y de tantos amores, subyuga como subyuga la llama ardiendo. Sólo que en este caso lo que se ve lo hizo mano de hombre. Uno se siente orgulloso de serlo. Reconciliado con la especie.
Y después, cómo no, la Vega de Granada, la que evocaba Lorca ante el llano del Empordà. La Huerta de San Vicente, lugar de celebración de García Lorca. Aparecen recuerdos de intolerancia, de violencia y de muerte. Jara llama mi atención sobre la simbólica contraposición Ganivet-Lorca en el inconsciente colectivo de Granada. Granada, resume simbólicamente, debió prescindir de Ganivet y dejar a Lorca la plena libertad de vivir. La Granada activa frente a la Granada nostálgica. Vitalistas o románticos. La generación del 14 o la generación del 98. La España plural y viva frente a la esencialista y ya reseca. Expresión brutal, aunque dicha con respeto a los personajes, que no me resisto a reproducir aquí.
He entrevisto también los restos inertes de una pujante industria azucarera y los viejos hoteles que anticiparon los comienzos de una floreciente actividad turística. Con el alcalde Moratalla he admirado el magnífico Palacio de Congresos, la circunvalación, el Parque de las Ciencias, el nuevo edificio de la Caja General. He llegado hasta los contornos metropolitanos de la ciudad. Jun, un pequeño municipio del cinturón metropolitano, es un laboratorio de los municipios en red: el pasado 20-J intentó la primera huelga virtual.
La Granada nueva es, como tantas ciudades admirables de nuestro territorio, resultado visible de la democracia local. El esfuerzo político y económico de reconstrucción ha hecho posible una red de ciudades que ofrecen cada día un espectacular ejemplo de rivalidad y complementariedad.
He visto una Granada bella y viva, equipada, comunicada; romántica pero no ensimismada; consciente de sus encantos, y, aun así, desarrollando un esfuerzo inversor considerable. Una ciudad europea apta para la convivencia de culturas y reacia a admitir una identidad histórica excluyente. La Granada que he visto responde más bien a la querida por De los Ríos, por Lorca y Dalí, Falla y Albéniz, Rusiñol y Barrios. Deberíamos desempolvar las fecundas relaciones e interacciones de las vanguardias catalanas y andaluzas.
A propósito. Jara me recuerda que, allá por los años treinta del pasado siglo, Lorca pronunció una conferencia sobre Granada en la sociedad catalana Audicions Intimes. La tituló Lo que canta una ciudad de noviembre a noviembre.
Hoy, a partir del cuadro de mi vestíbulo de infancia y tras una breve estancia en la que prometo reincidir, me he atrevido a dejar constancia de lo que me sugiere el actual canto urbano de Granada, que creo ejemplifica bastante bien el de las ciudades de España en general. Quizá seamos en eso tan deudores de los futuristas como de los románticos.
Pasqual Maragall es presidente del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC).
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