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La 'neutralidad' ideológica del juez

Interrogándose acerca del modelo de juez, Norberto Bobbio escribía en 1971: "El apoliticismo, como por lo demás la imparcialidad, es una actitud ética, en el más amplio sentido, sobre la que es fácil incurrir en la automistificación o la falsa conciencia (que no significa sic et simpliciter mala fe): hay una acepción de 'apolítico' en la que ser apolíticos no quiere decir estar fuera o por encima de la política, sino aceptar los valores políticos dominantes".

Un magistrado del Tribunal Supremo, preguntado -en 1976- por un periodista acerca de la política, respondió con ilustrativa sinceridad: "Cuando en España no había más que una política, muchos de nosotros la hemos servido, incluso con entusiasmo. Pero en el momento en que en España haya varias políticas, la obligación de los tribunales es mantenerse neutrales". En 1991, un periódico mural ultraderechista, entonces de ocasional presencia en las calles de un céntrico barrio madrileño, daba cuenta del fallecimiento de un conocido presidente de sala del mismo tribunal, incluyendo bajo su nombre y su fotografía un expresivo "¡Presente!".

Este magistrado, como otros colegas de idéntico relieve profesional, se había distinguido por defender con ardor en un medio de comunicación la neutralidad del juez (autoproponiéndose implícitamente como ejemplo), frente a la indeseable politización de la justicia que, con la disolución del régimen franquista, decían ver venir. Para ellos, exponer sus ideas en el más calificado portavoz de la opinión conservadora era como escribir en el BOE; mientras que hacerlo en otro diario sería sintomático de una recusable pérdida de equidistancia y equilibrio. El perfil de esos altos magistrados era fielmente representativo del de la mayoría de los integrantes de la magistratura, en los primeros momentos de la transición. No en vano, el vértice judicial, que ellos encarnaban, había controlado celosamente el acceso a la carrera y administrado con apolítica discrecionalidad las expectativas profesionales de los jueces.

El caso español de esos años no es un supuesto aislado. La república de Weimar tuvo en la judicatura al principal partido de la oposición, que administró justicia con un sesgo altamente significativo: generosidad extraordinaria en la represión de los partidarios de la república soviética bávara (2.209 condenas), frente a un llamativo trato de favor a los implicados en el putsch derechista de Kapp de 1920 (ni un solo condenado). Esto por no hablar de la actitud frente al partido nacionalsocialista en ascenso. Para muestra, un botón: en un momento de esos años, Hitler, testigo en una causa seguida contra militares de su partido, tuvo la oportunidad de pronunciar un mitin de dos horas en la sala de audiencias; y el tribunal, como si tal cosa (Neumann). Pero no sólo el Deutsche Richterbund, mayoritaria asociación de jueces alemanes caracterizada por la defensa de la independencia como privilegio de cuerpo y por el tópico sentido metafísico del apoliticismo, rechazó la soberanía popular y la legislación de esta procedencia y acabó, luego, integrándose masivamente en la asociación de los juristas nacionalsocialistas.

La Constitución italiana, desde el momento de su entrada en vigor, halló enfrente, sobre todo, a la magistratura de "la toga de armiño" (que, por cierto, no había tenido nada especial que decir del fascismo). Y fue necesaria una decidida toma de posición de la Corte Constitucional y el compromiso de un amplio sector de la judicatura de base para que la norma fundamental empezase a contar en la jurisprudencia. En esto consistió, precisamente, la jurisprudencia alternativa: en ser alternativa a la caracterizada por su neutral renuencia militante a dar efectividad a los derechos fundamentales consagrados en la Constitución democrática.

Actitudes similares han tenido como escenarios diversos países y vicisitudes políticas de nuestro entorno de cultura, entre otros el Chile de Allende, que padeció la resistencia de jueces que volverían a encontrar su sitio en el régimen golpista de Pinochet. Y, salvo excepciones con nombres y apellidos, no se sabe que las dictaduras de esa área hubieran tenido algún problema con las respectivas magistraturas; tan neutrales frente a la barbarie como, en muchos casos, resistentes, más tarde (come prima), a los valores democráticos.

Elocuentes son también, entre nosotros, las vicisitudes de Justicia Democrática, denostada en los medios de la judicatura del franquismo por su politización, que consistió en postular un modelo de poder judicial y de jurisdicción que es el constitucional hoy en vigor, frente a esa única política entusiasmante de ciertos magistrados que aplicaron a todas las demás el Código Penal. Y merece ser evocada en este contexto de reflexión la experiencia constituyente de la Asociación Profesional de la Magistratura (Sigüenza, diciembre de 1979), en cuyo proyecto de estatutos (25 folios, 53 artículos y 2 extensas disposiciones adicionales) no había mención alguna a la Constitución, recién estrenada. Ésta, al fin, halló trabajosamente un hueco en el texto merced al tesón de algunos miembros del "sector progresista" que, con esfuerzo, habíamos conseguido ser aceptados en aquella concentración de neutrales, con voz pero sin voto.

Consideraciones como las que acabo de exponer tendrían que ser innecesarias a estas alturas, a tenor de lo que se sabe sobre el asunto que motiva estas líneas: el apoliticismo y la neutralidad no han sido otra cosa que los (contra)valores ideológicos de cobertura de actitudes judiciales caracterizadas por su integración en la política del poder en acto. Sobre todo en momentos de ausencia de democracia y de proscripción del pluralismo, en los que jueces politizados fueron siempre los otros. Actitudes judiciales (y no judiciales) que, lamentablemente, no se han extinguido con el cese de aquellas situaciones, sino que recurren de tanto en tanto. Siempre con la misma torpe subcultural simplificación y con la imperturbable tendencia a confundirlo todo.

En ese discurso mistificador de que hablaba Bobbio, la palabra clave es la neutralidad, dorado atributo de un juez políticamente asexuado. Aunque esté político-culturalmente situado, vote a un partido, lea alguna prensa y no otra; no le repugne, por ejemplo, que la ley penal pueda ser vehículo de imposición de su propia opción religiosa, así en materia de aborto, como antaño sucediera con el adulterio (de la mujer); e incluso se halle en el Consejo General del Poder Judicial por su patente afinidad con una formación política, conservadora, naturalmente. No importa, su perfil, exquisitamente profesional, es angélico, inasequible a cualquier influencia de las que, en cambio, llueven torrencialmente sobre quienes no participan de tan sublime modo de ser... Juez (con mayúscula).

Pero, por fortuna, y a pesar de que tal planteamiento siga teniendo algún brote residual, hemos avanzado notablemente desde la época en que en los informes reservados sobre algunos miembros de la judicatura y del ministerio público constaba, como inconveniente para el ascenso en la carrera, su desafección a los principios del Movimiento Nacional y cuando el afecto era un mérito. Pues la verdad es que hoy, en general, los jueces se reconocen unos a otros como exponentes de opciones político-culturales diversas, dotadas todas ellas de idéntica legitimidad constitucional, desde las que inevitablemente, todos, leen la realidad y las leyes que aplican. Y saben que la neutralidad no existe y que la imparcialidad no es un a priori metafísico ni una unción religiosa, sino sólo producto del consciente y convencido respeto de los derechos y de las reglas procesales del juego, de la transparencia en el ejercicio de la función, de la eficaz motivación de las decisiones, de la exposición de éstas a la crítica pública. Y, muy en particular, de la honestidad intelectual; que desde siempre está reñida con la falsa conciencia, es decir, con el autoengaño y con el engaño acerca de las propias posiciones y de las posiciones de los demás.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado.

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