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LA CRÓNICA
Columna
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Secreto depósito de melancolía

Hará un par o tres de años, Ramón de España habló en este mismo cajetín de Antonio González, El Pescaílla. Se quejaba de que no hubiera en Barcelona, la ciudad donde nació, ni calle, ni plaza ni placa. Y recordaba que incluso "un fascista" como Sabino Arana tenía algo de eso. Un grupo de barceloneses recoge firmas estos días para que el nombre de Arana desaparezca del callejero. Y otro grupo quiso ponerle a El Pescaílla, la otra tarde, una placa en su casa natal. Aunque con dificultades, Cataluña avanza por el camino de De España y qué duda cabe de que se trata de un excelente camino, aunque yo esté a favor de que se conserve el nombre de Sabino Arana en las calles barcelonesas igual que me habría gustado que se conservara el del falangista catalán Roberto Bassas, al que fusilaron dos veces: una real y otra simbólica, cuando lo quitaron del lapidarium para poner el nombre de Sabino Arana a la que había sido su calle. A mí me parece muy bien conmemorar el mal...

El homenaje a El Pescaílla se retrasa, dicen, hasta la primavera. Un asunto privado quizá no quiera fiesta

El caso concreto es que el otro día quisieron honrar a El Pescaílla, gitano guapo y melancólico. El Pescaílla había nacido en Barcelona, en el año 1926. Tal vez acumuló demasiadas glorias en su vida. Una, la de formalizar una variante caribeña de la rumba, que se conoce como rumba catalana o como rumba española, según el aire. Otra, la de haberse casado con Lola Flores y ser el padre de Lolita, Antonio y Rosario. Siempre fue el marido -y a veces algo peor- de La Faraona. En cuanto a sus hijos, se atuvieron todos, cabe suponer que por razones estrictamente comerciales, al apellido de la madre. Todo eso, o vete a saber, veló sus ojos. El que mejor escribió sobre los ojos de El Pescaílla fue Gerald Brenan, en sus memorias. No hablaba de él en particular, pero lo cazó: "Como una lámpara se alimenta de aceite, los españoles se alimentan de un depósito secreto de melancolía que ni los afectos familiares ni las ansias de placer son capaces de secar por completo". En las 20 canciones del patriarca de la rumba, las únicas que al parecer grabó, se aprecia claramente lo de Brenan. Nadie le ha dado a la rumba ese alimento. Por la voz de lija de Bambino se arrastra un genial muchacho mariquita, abriendo España en sus sesenta, yo nací, respetadme, de la tele y el seiscientos. El maullido del Gato evoca con irritación una ciudad que aguardamos durante mucho tiempo y que se largó enseguida. En la rumba de diseño de Peret aún se advierte el escamoteo de que Barcelona tenía poder. Pero con El Pescaílla no hay asidero sociológico: mete por rumbas a Matt Monro, a Sinatra, a Jobim, y al meterlo ahí sólo hace una bolita con los recuerdos, la echa al aire y con mucha gracia le da con el tacón. Secreto depósito administrado con elegancia.

Quisieron darle homenaje a El Pescaílla. Murió hace tres años, de una mala enfermedad. Iba a haber un gran festival. Iban a venir sus hijos. Y Serrat, y más grandes. Al día siguiente iban a clavar una placa en la calle de la Fraternitat, en el barrio de Gràcia, donde nació. Para el festival había puestas 7.000 entradas y no se vendieron más que unas decenas. En cuanto a la placa -que pagó por petición de la Unió Gitana el señor Mascarell, concejal de Gràcia-, no se estropea y dicen ahora de colocarla por la primavera y de repetir entonces la convocatoria del festival.

Seguramente se han hecho mal las cosas, con apresuramiento y sin apenas vocear el homenaje. Ante cualquier fracaso siempre pueden exhibirse unas cuantas razones técnicas. Lo cierto es que esta iba a ser la música de Barcelona y que El Pescaílla era en lo suyo el más grande, y que estas circunstancias hay que confrontarlas con las 7.000 entradas abandonadas. La rumba catalana siempre ha sido un buen bocado, sintético y correcto: letras en catalán y castellano, gestionadas por una minoría de indudable encanto antropológico, y afincadas desde años en barrios -Gràcia, Hostrafrancs- muy tradicionales. Es probable que cuando Prosper Mérimée, en su Viaje a España, relata que una noche en Barcelona oyó cantar flamenco a unos gitanos, en castellano, ¡y en catalán!, esté describiendo, a mitad del siglo XIX, un remoto antecedente de esa música de la Barcelona que quisimos.

Hoy El Pescaílla es un habitante de la noche de Mérimée. Un vestigio, borra en el ombligo del gurú de Tele-Taxi, capaz, le basta proponérselo (y ya están próximas las elecciones), de que un millón de gargantas le griten a la Pantoja "això és una dona!". Un recuerdo demasiado lento El Pescaílla como para atravesar el fulgor de las autopistas periféricas donde los gringos de Estopa meten por rumbas todo el mito de Madrid -sea Sabina, sean los Chichos-, que es el único mito urbano consolidado, expuesto a lo poético, que han producido 25 años de democracia.

Creo, muy a menudo, que Barcelona es un asunto privado. Puede que les suceda a todas las ciudades. Sólo aquí he vivido. Una ciudad con gitanos melancólicos, capaz de meter por rumbas el Fabra. Está bien. Brilla. Pero no lo pruebes. Nada de homenajes. Nada de placas. En tu casa, a cal y a canto. Don Antonio González, El Pescaílla, alguien cantó. Una bola de papel y un golpecito de tacón, los recuerdos.

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