Algo más que Travolta
Como no hacen nada bueno en la tele me voy a visitar el tenderete que tienen montado los de la Iglesia de la cienciología en la plaza de la Universitat. Es una carpa que alberga una exposición de fotos, tres camillas y mesas llenas de catálogos que cinco adeptos se encargan de repartir. Dos de estos adeptos llevan una chaqueta como ésas de los hombres del RACC, sólo que las letras en su espalda forman la frase: "Ministro voluntario". También usan gorra de béisbol, a conjunto, de color amarillo (el mismo color de la chaqueta, la carpa y el furgón que tienen aparcado al lado). Si pensamos que John Travolta es uno de los miembros destacados de esta Iglesia, hay que concluir que los actores americanos no tienen el pánico este al color amarillo de sus colegas europeos. Déjenme decir que el diseño de los -digamos- uniformes es muy actual. Se nota que esta Iglesia no se fundó hace mil años.
Los adeptos a la cienciología no han de renunciar a su religión y pueden creer en un ser supremo, o no, a voluntad
Me acerco al mostrador y una amable señora llamada Jean se hace cargo de mí. Son las doce del mediodía y no hay ninguna aglomeración de almas que deseen informarse, a excepción de tres jubilados y yo. Para romper el hielo expreso mi admiración por Travolta, pero Jean lo pasa por alto porque la cienciología es mucho más. En seguida veo que, como Iglesia, tiene muchas ventajas. Para usar el lenguaje de la telefonía móvil, no va de monopolio y no te pide exclusividad. Si te apuntas no tienes que darte de baja de tu actual fe. "Yo misma", me cuenta Jean, "soy judía y de la cienciología". Además, los adeptos pueden creer en el ser supremo o no, a voluntad. Para demostrármelo, me lleva hasta un panel donde hay una foto alegórica: en ella se ve la cruz de la cienciología, un Buda, un Cristo y una estrella de David, en armonía. Al lado hay un retrato del fundador de la Iglesia, Ron Hubrard. Se ve que el señor, de joven, hizo un curso de fenómenos atómicos y moleculares (fue compañero de los que inventaron la bomba atómica), aunque luego le pareció que tenía que aplicar la ciencia al servicio del espíritu. "Es que nuestra Iglesia se basa en la ciencia ¿comprendes?". Por supuesto que comprendo. No olvidemos que Francesc Pujols fundó la religión de la hiparxiología para que los catalanes aportásemos al mundo la primera religión científica. Pero me doy cuenta de que la cienciología va por otro camino diferente al de la hiparxiología cuando Jean me revela la existencia del elopsicómetro. Es un aparato azul, inventado por ellos, con dos electrodos de una potencia de 1,5 voltios que -por lo que me parece entender- el usuario debe agarrar para que su estado de ánimo pueda ser medido. "Cuando te viene un pensamiento se mueve una aguja porque cambia el estado de tu mente. Ayuda a localizar zonas de angustia espiritual. Para abreviar lo llamamos E-Metro", me cuenta Jean. Por asociación de palabras, me viene a la cabeza la comunidad cristiana de Internet que preside el admirado Miró i Ardévol, que también empieza por "e": E-Cristians.
A continuación, Jean me hace pasar a la camilla donde procederá a vigorizarme. Me pide que me quite los zapatos y el abrigo, que me tumbe y ya me empieza a pasar las manos por los brazos y las piernas. "Que bien, la cienciología", le digo al principio. Pero enseguida me pongo un poco nerviosa porque cada 20 segundos, aproximadamente, me hace dar la vuelta. Cuando ya llevo unas 30 rotaciones aprovecho que otro señor, al ver mi ejemplo, también quiere probar, y le digo que ya me he relajado y que si quiere lo dejamos. Pero resulta que precisamente no me tenía que relajar, sino todo lo contrario. Eso hace que Jean me haga dar unas docenas de vueltas más. Cada vez que doy una, me da las gracias por dármela y yo le doy las gracias a ella. Al terminar, entra en acción otra de las señoras, que me ofrece unos prospectos sobre la droga (sólo a mí, a los tres jubilados no). "Te irán bien", afirma. Recolecto un folleto sobre la cocaína (Las garras de la muerte, se llama), otro sobre el hachís (La verdad sobre el porro) y un tercero sobre el éxtasis (El traidor desenmascarado). Comprendo ahora, más que nunca, el esfuerzo actoral que tuvo que hacer John Travolta al interpretar al esnifador protagonista de Pulp Fiction. Hojeo los folletos. Tanto el de la cocaína como el del porro son bastante horripilantes de leer, pero no así el del éxtasis. En él incluyen el testimonio de un tal Lorenzo, toxicómano, que creo que habría que suprimir porque, al menos en mi caso, consigue el efecto contrario al deseado. A pesar de su estilo -muy realista- lo que describe es tan divertido que dan ganas de probar. Vean: "En una fiesta rave yo he visto a un tío atiborrarse de éxtasis, y luego, durante horas, repetir: 'soy una naranja, no me peléis".
Después de evaluar los pros y los contras, le pregunto a Jean qué hay que hacer para apuntarse y me explica, feliz, que debo rellenar un test de personalidad para, a continuación, inscribirme en un cursillo. Le digo que lo prepare todo, que me haga el test allí mismo, que me apunto, pero un señor (con gorra y chaqueta corporativa) nos interrumpe: "Será mejor que te pases primero por nuestro centro...". Y me regala el Manual de la cienciología. Luego se lleva a Jean aparte y le da una charla. ¡Ay! cuántos adeptos se pierden por el camino a causa del papeleo. Me voy a ver la tele.
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