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Columna
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Niebla

Bien avanzada la noche, salió del hospital del Aire después de dejar dormida a Carmen. Echó a andar por la calle de Arturo Soria y, agobiado por la preocupación, no se dio cuenta de que la niebla sepultaba el suburbio donde llevaba viviendo más de treinta años. Al rato, se detuvo desconcertado y buscó la lamparita verde de algún taxi. No se orientaba en aquel desierto, y desde la plataforma donde suponía instalado el cielo descendía la humedad.

Recordaba otros sanatorios de los alrededores, las atracciones de la Cruz de los Caídos, las acacias de Julián Camarillo, las construcciones de la Obra Sindical del Hogar y alguna chabola con huerta junto a las fábricas de renombre, pero no veía edificios ni sentía deslizarse por la calzada automóviles y autobuses. El barrio de Canillejas estaba mudo, como si lo hubieran arrancado de cuajo. Se propuso tomar el metro en la estación de Ciudad Lineal, mas no sabía si avanzaba en la dirección adecuada y cuando trataba de averiguarlo chocó con un transeúnte que circulaba en sentido opuesto. Se excusó e intentó apartarse, pero le retuvieron del brazo. Levantó los ojos, y a tan corta distancia reconoció a quien sólo él daba el nombre de John, el único ser de este mundo que le llamaba Jimmy.

Porque necesitaba distraerse aceptó la compañía del viejo amigo que sagazmente le condujo por la recta de García Noblejas hasta el local de la calle de Emilio Muñoz, donde el olor a panceta impregnaba paredes y techos de una atmósfera de pesebre. Dormía sobre el mostrador el encargado de despachar y John evitó molestarlo: con la confianza de un asiduo, eligió una mesa del fondo para depositar dos cuencos de loza y una botella intacta de whisky escocés. Fue después de un sorbo infinito cuando John declaró con alivio: "A Madrid se lo tragó la niebla". Como si le planteara un desafío, Jimmy se dirigió a la puerta de salida y describió de memoria, igual que un guía turístico, lo que no lograba ver. "Hoy Madrid es un cementerio", insistió John sirviéndose desesperadamente de la botella. Y con la nostalgia de lo que se cree perdido, empezó a hablar de caballos.Jimmy se acordó entonces del hipódromo de La Zarzuela y lamentó el sino de una ciudad donde lo más hermoso perecía. "No hablaba de Madrid, sino de Ascott", precisó John; y remachó con lengua pastosa: "Madrid está muerto y bien muerto". Jimmy recitó el verso famoso: "Madrid es la ciudad de un millón de cadáveres". Y, ablandado por el whisky, evocó su época de estudiante de Letras, mas no pensó en las clases de Dámaso Alonso ni en las discusiones políticas en el bar de la facultad, sino en aquella chica que conoció en el Ateneo preparando oposiciones a Instituto y con la que se casó al aprobarlas, aquella Carmen con la que paseaba por el parque del Oeste, de la que acababa de despedirse en el hospital y a la que dentro de unas horas operarían de un cáncer de pecho.

"Para mantenerla con vida le quitarán la belleza", balbució Jimmy; y deseó que una niebla eterna encubriera la transformación de su mujer. Desentendiéndose de John, que dibujaba jeroglíficos en la mesa, acudió tambaleándose a la puerta del tugurio con la esperanza de que detrás de la blanca cortina de niebla continuaran esas calles del área de San Blas que hubiera podido recitar de carrerilla por haberlas recorrido tantas veces. Pero, influido por las premoniciones de su amigo, temió encontrarse en un desierto de asfalto con su mujer mutilada. Y bebió para sobreponerse a la pesadilla de habitar junto a los molares carenados de unos inmuebles derruidos. "Nadie superaba a Roque Nublo", pregonaba entre tanto John.

"Madrid es una ruina y Carmen también", admitió Jimmy echándose a llorar con el desconsuelo de los borrachos cuando descubren la lucidez. Apoyado en la puerta de la salida, se esmeró en rescatar de la niebla del tiempo la seductora imagen de aquella Carmen y de aquel barrio ligados a su experiencia más feliz. John no le oía, dormido sobre la mesa. Poco a poco, una claridad suave filtraba el frío del invierno, el dueño del bar despertaba, se percibía la respiración del tráfico y se aceleraba el pulso de la ciudad. John se enderezó sobresaltado: "¿Se fue la niebla?". "Se fue la juventud", replicó Jimmy. Levantaba el día, y Jimmy apreció desde su observatorio la curva de una farola, el alero de un tejado, el testimonio carnal y humano de una vivienda humilde como muchas de la zona: "Cuando baje la niebla, iré con Carmen", se prometió. Y barriendo con la vista el horizonte, parecía reclamar el taxi que le reconciliara con su responsabilidad de adulto.

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