El rapto de la elegancia
No será herético sugerir que una María de ahora mismo solicitaría al Vaticano la nulidad de su matrimonio con el vano pretexto de que no fue consumado como la alegría reproductora de la Iglesia manda
Cine católico
Ahora que Arturo Virosque se dispone a marear todavía más a Rita Barberá dirigiendo un festival de cine arzobispal programado por García Gasco, es el momento de ofrecerse como asesor a fin de que católicas obras de arte fílmico como Visanteta de Favara, de Vicente Escrivá, no estén ausentes de un ciclo testimonial integrado también por joyas del catolicismo de media tarde como Zorrita Martinez, Pepito Piscinas o Aunque la hormona se vista de seda, donde los protagonistas se salvan in extremis de la tentación mariana llevados de su viril concepción católica de la vida en calzoncillos. El presentador de la nueva Mostra habrá de ser, como es lógico, José Manuel Parada, sobre guión de Carles Recio, con Mariano y Antonio Ozores de invitados de honor, sin olvidar el homenaje a Nadiuska, pionera de estrangis de tanta cosa, que pasó de la desnudez católica a tomar los hábitos cuando perdió del todo el oremus.
Más cine católico
Seguro que los ya mencionados, o mencionadas, Virosque, García Gasco y Rita Barberá no han visto, por ejemplo, La dolce vita, donde Federico Fellini hacía la mejor película católica jamás contada, y si la vieron sería con mohines asquerosos hasta llegar a la complacencia secreta de las húmedas escenas en las que aparece Anita Ekberg, como un Mastroiani cualquiera. Ese filme contiene, además de otras maravillas, como la asombrosa escena del encuentro en Via Veneto del periodista con su padre, una muy seria reflexión sobre los obstáculos del catolicismo a la hora de llevar una vida abierta al disfrute de las alegrías que dios regala. Tan seria como la que resultaría de analizar las conductas públicas o privadas de Virosques, Garcías Gascones y Barberás en relación con el tipo, o tipos, de creencias que proclaman. Pánico produce imaginar el altar que esta gente destina a Pasolini.
Sesión continua
Todos lo vimos hace unos días por la tele. Eduardo Zaplana ensaya unas furtivas lágrimas al referirse a su gran amigo Lizondo en el acto de presentación de un libelo redactado por Carles Recio, con su vocecita. Incluso como actor, el ahora ministro de Trabajo no pasaría de secundario con frase en una película de Ozores. Detrás de la lágrima fingida mirando a cámara por el lado bueno reluce el colmillo de una operación de mucha enjundia que yace bajo tierra, porque más allá de dinamitar a los valencianeros para hacerse con sus votos residía la intención, también electorera, de fingirse valenciano converso abrazando la memoria destrozada de uno de los más notables, aunque grotesco, de sus representantes. Lizondo era tan de verdad como las fallas, y Zaplana su valedor, o al revés. Una farsa útil cada vez que le conviene alardear de su atroz valencianía.
Pésimas maneras
A Amadeu Fabregat, que la programación televisiva tenga en su gloria, le encantaba tanto Giulio Andreotti que terminó pareciéndose a su maltrecha figura, aunque quizás, más valenciano al cabo que siciliano, confundió la finura con el cinismo. Hay un cinismo fino, más gaullista que churchilliano, que consiste en disponerse a propiciar atrocidades de sátrapa invocando la salvación de la patria, de la tele, de la consejería o del puesto de trabajo, según dicte el recitado de un guión siempre copiado. La calidad de la ignominia se distingue por el gesto que precede a su consumación, y se acompaña de una crispación que hace de la elegancia íntima un detalle engorroso y prescindible. Perder y conservar el tipo es asunto de héroes improbables, como hacer de la victoria antesala de la arrogancia es cosa de menesterosos con suerte. Y eso también se paga.
Intervención rápida
Las fuerzas de intervención rápida de Bétera, otanistas o no, podían haber mostrado alguna diligencia a la hora de arremangarse para colaborar en la limpieza del pestazo de fuel que asola las costas gallegas, en una auténtica muestra de rauda eficacia en la intervención sobre el desastre que todo el mundo hubiera sabido valorar como merece. Aunque el ministro Trillo y sus jefes estén tan ocupados en decidir si izan la bandera (de casi tantos metros cuadrados como soldados profesionales hay en ejercicio) en la Castellana madrileña los días pares o los impares de campeonato nacional de liga frente al Bernabeu, no habría estado de más que el Ejército se hubiera mojado antes con su material de última generación no en tareas de prevención pero sí de limpieza, en lugar de permitir que vecinos y voluntarios con guantes vileda y botas de agua depositen unas cuantas toneladas de frenético chapapote en las fregonas.
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