Negra espalda del tiempo

La fecunda madurez de Miguel Narros, sin duda el director escénico español con más montajes a sus espaldas, le permite encarar este siempre difícil Chejov (tanto por ser un clásico intocable como por estar compuesto de palabras dispuestas de tal modo que cualquier vuelta de tuerca de más puede hacer que se desvanezcan como un castillo de naipes) con una sutileza que quizás requiere muchos años de oficio.

Sobre una muy delicada versión de Andrés Trapiello (de la que Narros ha borrado algunas redundancias que consideraba prescindibles, tal vez con error porque elimina las repeticiones del texto con las que el autor describe la inutilidad del paso del tiempo, concentrando además la pausa de los cuatro actos originarios en dos partes), el eje de acontecimientos tejido por Tío Vania y su sobrina Sonia, el doctor Astrov y Elena, de los que todos son protagonistas a la vez que víctimas, el montaje funciona como una espiral de sucesos minúsculos destinada al estallido final. Y ahí confluyen dos de los grandes temas de la obra de Chejov: la destrucción de la naturaleza (aquí más subrayado que en anteriores puestas en escena de este texto) y el peso de un pasado apenas mencionado en la conducta de unos personajes abocados a la resignación de una muerte más o menos próxima. Ante la que será necesario dejar todas las cosas en orden, porque la buena disposición del alma pasa por el respeto hacia los hallazgos de la industria humana. Si poco hay en el texto de Chejov de la famosa alma eslava, más que algunas pinceladas de color local, en las que se incluye el recurso al vodka como anestésico cultural, menos lo habrá en el montaje de Narros, claramente universalista sin desatender el carácter ruso de la obra, lo que le permite de paso rescatar algunas de las maneras más célebres del Teatro del Arte de Stanislavsky y su famoso Método, aunque con matices, porque Narros ni es Lee Strasberg ni tiene el menor deseo de serlo.

Esta crónica de la devastación se sirve de un espacio escénico de postrimerías -un fondo boscoso, que parece el fondo de pantalla de un ordenador, para una estancia con espacios divididos por un juego de columnas que sugieren una obra en construcción- en el que la primera aparición de Berta Riaza basta para certificar su largo talento escénico, con un Fermí Reixach más exacto de gesto que de voz, algo siempre difícil de controlar en este actor, y un reparto muy bien puesto, pese a cierto engolamiento de Fidel Almansa, muy probablemente impuesto, y un trabajo muy rendido de Nuria Gallardo. El resumen es el respeto meticuloso de las famosas pausas dramáticas de Chejov, algo que quizás cansa un poco al público impaciente, y una demostración más de Miguel Narros sobre cómo se mueven con talento ocho personajes sobre el escenario.